El calendario de la vida de una parroquia está lleno de celebraciones en las cuales los asistentes son ocasionales; apenas viven la fe ni participan de la vida eclesial pero asisten acompañando a unos amigos a su boda, al bautismo de un hijo, a la primera comunión de un familiar o a un rito exequial.
 

 


Están en el templo sin saber muy bien qué ocurre y cómo transcurre. Normalmente, recibirán poco, tal vez, como mucho, puedan percibir algo del Misterio y sentir lo sagrado, allí presente y comunicándose. 

 
La buena voluntad, a la vista de tantos asistentes que no suelen ir nunca, suele llenar la liturgia celebrada de multitud de moniciones, un activismo inmenso en torno al altar, movimiento y un gran número de intervinientes para que parezca algo movido, entretenido. Se adopta el tono secularista en las moniciones -¿realmente son necesarias?- y quien va allí difícilmente tendrá la impresión de vivir el Misterio de Dios y ser herido por su Belleza, sino de estar en un festival, en un encuentro, en una catequesis o en una actuación teatral.
 
El sentido de lo sagrado, el sentido de lo religioso -que diría don Giussani- está inscrito en la misma naturaleza del hombre como un deseo de buscar a Dios, una inclinación natural. Si perciben algo, a tientas, del Misterio de Dios en nuestras celebraciones, tal vez el corazón sienta que allí sí se cumple el deseo, que allí hay algo que vale la pena buscar.
 
Esto es tan sencillo como reajustar el estilo y la forma de todas estas celebraciones para que tengan un carácter religioso, sagrado: basta con un poco de sentido común y sensibilidad pastoral, para que vean algo distinto, realicen una experiencia nueva, no la misma experiencia que pueden vivir en el salón de actos de un colegio o en un festival, sino una experiencia que pueda tocar íntimamente el alma, su interioridad.
 
El folclore o el estilo secularizado de la liturgia díficilmente permitirá el acceso al Misterio, sino que lo banaliza, aun cuando haya buena fe. El sentido sagrado de la liturgia, la unción y la devoción -que no es hieratismo, desprecio, frialdad- sí evangelizan, y no faltan casos en la vida de la Iglesia.
 
Ofrecía una reflexión inteligente y pastoral Mons. Fernando Sebastián:
 
"En algunos lugares la experiencia está demostrando la importancia de las celebraciones litúrgicas de las bodas o de los funerales para recuperar el contacto con personas alejadas y despertar su interés por la vida espiritual y cristiana. A estas celebraciones asisten muchos cristianos alejados, y algunos no cristianos, que no tienen habitualmente relación con nosotros.
 
¿Qué impresión se llevan de nuestras celebraciones? Si celebramos cuidadosamente, con devoción y dignidad, si orientamos bien la predicación, esos contactos ocasionales pueden despertar la fe dormida o pueden animar a algunas personas o informarse mejor sobre todo lo que han visto y oído.
 
Me consta que en algunos países que van por delante de nosotros en esta preocupación, estas celebraciones litúrgicas que podemos llamar extraordinarias (bodas y funerales, principalmente) son la ocasión que mueve a más personas a acercarse a la Iglesia e incorporarse a un catecumenado de adultos. 
 
No hay que hacer cosas extraordinarias, simplemente hacer las cosas bien, celebrar de verdad los misterios de la fe, con reposo, con piedad, con hondura, de modo que las personas de buena voluntad puedan percibir en estas ceelbraciones la verdad de nuestra fe y la verdad de la gracia y del amor de Dios que transforman nuestra vida. Basta con celebrar con reposo, con el decoro y la densidad religiosa que requiere la liturgia, de modo que los asistentes perciban que allí hay una fe verdadera, un modo diferente de entender la vida y la muerte, una verdadera alternativa de humanidad gracias a la presencia y al amor de un Dios cercano y de un Salvador vivo y misericordioso.
 
Los cantos, las lecturas, la homilía, el conjunto de la celebración y el ambiente general del templo tienen que transmitir la cercanía de lo sagrado, la hondura religiosa de esa comunidad que entra en comnión con el misterio de Cristo muerto y resucitado, que acoge la presencia y el amor de Dios salvador, que se deja llevar por el Espíritu más allá del mundo visible y pasajero.
 
¡Cuántas veces las prisas, las improvisaciones, o el deseo equivado de actualizar nuestras celebraciones aligerando su hondura sagrada, han debilitado esta fuerza evangelizadora de la liturgia!
 
Si con los que acuden a la Iglesia habitualmente tenemos que ser atentos y solícitos, nuestra solicitud tiene que multiplicarse cuando tratamos a aquellos que vienen a nosotros sólo ocasionalmente y muy de tarde en tarde. Me refiero en concreto a las celebraciones de las fiestas de los pueblos o de los barrios, las bodas y los funerales"
 
(SEBASTIÁN, F., Evangelizar, Encuentro, Madrid 2010, pp. 322-323).