La pasada semana el Congreso de los Diputados
rechazó una proposición procedente del Senado y aprobada por la Cámara Alta, en la que se pedía que los niños fallecidos antes de las 24 horas de vida extrauterina pudieran ser inscritos con su nombre en el Registro Civil, de forma que sus padres pudieran enterrarles con su nombre ya adquirido, y no mediante la fórmula actual "varón o hembra difunto". Esta proposición fue rechazada con los votos del PSOE, IU-ICV, ERC y BNG, es decir, las fuerzas políticas que se autodenominan "progresistas" o "de izquierdas". La cuestión rebasa con mucho la actual Ley del Registro Civil, y entra de lleno en la redacción vigente de nuestro Código Civil, concretamente en lo que toca a los
artículos 29 y 30; en ellos se establece como fuente de la personalidad el nacimiento, a condición de que el nacido lo sea con figura humana y haya vivido al menos veinticuatro horas completamente desprendido del seno materno. Resumiendo: una persona existe sólo y exlusivamente a partir de las 24 horas del nacimiento. Estamos ante un anacronismo jurídico procedente de la primera redacción de nuestro Código Civil, que entró en vigor en 1889, año en el que el estado de los conocimientos y el desarrollo de la ciencia no permitían como ocurre hoy una delimitación más técnica a efectos jurídicos del concepto de "persona". Obviamente, se trata de uno de los puntos de nuestro cuerpo legal que piden con mayor urgencia su actualización. Y resulta curioso comprobar cómo las fuerzas autodenominadas "progresistas" se niegan a "progresar" y deciden permanecer ancladas en un pasado remoto, presas de un inmovilismo arcaico que las sitúa por completo fuera de la realidad actual de nuestros conocimientos. Porque si bien en la tradición codificadora de la Europa continental el concepto de "persona", de claro origen cristiano, permanece vigente pese a su disolución semántica, la tradición jurídica anglosajona, casuística y jurisprudencial, y por tanto heredera directa del antiguo derecho privado romano, ha resuelto el problema de un modo satisfactorio hace bastante tiempo. A medida que la biología, sobre todo a partir de
Darwin, iba imponiendo paulatinamente su concepción del ser humano como "especie" del reino animal, el cuerpo jurídico anglosajón, poco amigo de las grandes codificaciones continentales, iba incluyendo este matiz claramente diferenciador del individuo como un "ser de la especie". Si la tradición continental no lo hizo fue precisamente por el fuerte arraigo de la concepción cristiana del ser humano como "persona". Y sin embargo, el desarrollo del trágico siglo XX ha invertido los papeles, de forma que hoy en día resulta muchísimo más precisa la terminología que se refiere al ser humano como "individuo de la especie". ¿Cual ha sido el proceso que nos ha conducido a esta situación?. En primer lugar, el progresivo despojo del término "persona" de sus raíces cristianas, de forma que el significado preciso del lexema se fue desdibujando y diluyendo. A ello han contribuido de forma notable la renuncia a la ontología de la filosofía europea y su reducción progresiva a simple filosofía del lenguaje en sus diversas manifestaciones, pero sobre todo las terribles atrocidades que durante la primera mitad de la centuria desembocaron en dos guerras mundiales y en el exterminio masivo de pueblos enteros a los que previamente se había despojado de su categoría de "personas". La desaparición de referencias válidas de tipo objetivo ancladas en la realidad que se dió en la filosofía, arrojó la pretensión ontológica en manos de la ciencia, mientras que el resto de campos del saber especializados quedaban reducidos a simples "discursos". La validez del conocimiento pasó de estar referida al "objeto" (
Frege) y a la "cosa en sí" (
Husserl) a remitirse al uso (
Wittgenstein), al acuerdo intersubjetivo (
Habermas), al consenso y al ámbito de la opinión pública. Y únicamente el campo de las ciencias naturales se resistió a la aniquilación de la objetividad. Hoy día, la palabra "persona" puede significar cualquier cosa, dependiendo de su uso, de quién la usa y del ámbito discursivo en la que se usa. Por el contrario, el sintagma "individuo de la especie humana" sólo tiene un significado, que viene determinado precisamente por el dato objetivo y es proporcionado por la genética. La adecuación a este hecho del lenguaje jurídico es una de las tareas más urgentes del legislador. De esta forma, encontramos que la redacción e interpretación de los artículos antes citados de nuestro Código Civil exigen una revisión inmediata y una adecuación a los tiempos actuales. En una época en la que las pruebas de ADN se han convertido en la mejor garantía para establecer y demostrar la paternidad o maternidad en el ámbito civil, y la posible autoría de actos criminales en el ámbito forense y penal, resulta casi obsceno prescindir de la genética y la biología para determinar qué es un ser humano, una persona, y qué no lo es. Mantenerse en esa terminología arcaica y obsoleta no es más que un intento grotesco de salvar herencias ideológicas pasadas y de justificar ilegítimas operaciones de ingeniería social, de forma que los grupos que se autodenominan "progresistas" aparecen públicamente como retrógrados involucionistas que aún salvarían por conveniencia algunas regulaciones del
Código de Hammurabi si así pudieran conservar (y aquí los "progresistas" devienen en "conservadores") alguna parte de su obsoleta ideología o les sirvieran de forma utilitarista en sus intentos de control de las mentalidades. Simplemente, han perdido por completo cualquier referente válido que sustente su razón de ser. Y como consecuencia, persisten en una postura deshumanizadora de las leyes que ya arrojó consecuencias desatrosas en la pasada centuria. Se trata de un camino mucho más peligroso que lo que el común de la sociedad puede llegar a percibir.