Continúa el texto de Guardini, describiendo el sentido, el contenido y la forma de las oraciones de la Misa. Su enseñanza puede muy bien educar nuestro paladar espiritual para saborear estos preciosos textos de la Misa, las oraciones.
 
 
    "Pero en otro sentido, estas oraciones tienen un significado pleno, precisamente por la orientación que la plegaria adopta en ellas. El Catecismo afirma que rezar significa “eleva el corazón hacia Dios”, porque Dios está por encima de nosotros, razón por la cual nuestro camino hacia él se dirige hacia las alturas. Él está también en nosotros, por eso el camino hacia él conduce hacia nuestro santuario interior. 
 
 
¿Cómo se produce ahora este movimiento? ¿Hay un orden que lo guía? Cualquiera sea su contenido, todas las oraciones concluyen con una frase particular, la llamada cláusula, que está concebida en estos términos: “...por Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios, por los siglos de los siglos”. Aquí aparece claramente el orden por el cual preguntábamos líneas arriba, el cual tiene su fundamento en la relación que existe entre la meta, el camino y la fuerza con la cual se recorre este último.
 
La meta es el Padre, a él se dirige la oración que busca su rostro; el camino es Cristo y la fuerza es el Espíritu Santo. En esto se funda la ley de la oración litúrgica, la cual tiene una importancia fundamental, ya que surge del orden por el cual las tres Divinas Personas han consumado la obra de nuestra redención. Todo procede del Padre y retorna a él. Él ha creado el mundo en el Logos, pero como el hombre pecó, el Padre envió a su Hijo al mundo para que lo redimiera y lo retornara a él. La fuerza por la que el Hijo eterno se hizo hombre y consumó su obra era el Espíritu Santo. En la fuerza de este mismo Espíritu, al que el Padre envió hacia nosotros en el nombre de su Hijo, reemprendemos el camino hacia el Padre. Pero el camino es Cristo. Nosotros somos cristianos en Cristo, nuestra vida nueva es un ser-en-él. Orar cristianamente significa orar en Cristo.

    Si nosotros, fijando nuestra atención en este punto, contempláramos toda la liturgia, notaríamos que aquél ante cuya mirada esta última realiza sus acciones y hacia quien se dirigen sus palabras y sus gestos es casi siempre el Padre. Muy rara vez, y siempre con un motivo particular claramente reconocible, la liturgia se dirige al Hijo. Por ejemplo, en el Gloria, cuando se le reza sucesivamente  cada una de las tres Divinas Personas, o también en el Cordero de Dios, cuando parece que el sacerdote mira a los ojos al Redentor, que se ofrece como alimento. Las oraciones de épocas más tardías se dirigen más bien a Cristo, pero frecuentemente sentimos que, de alguna manera, están fuera de lugar. 
 
El rostro santo al que se dirigen las frases de la liturgia es el del Padre. Cristo está en todo lugar, pero como el ámbito vital en el que todo se hace presente y como el “camino” sobre el que se transita. Su revelación es la verdad que nos sale al encuentro en todas partes. Su vida, muerte y resurrección es el poder que renueva todo. Su realidad viviente es la imagen y el modo de la existencia santa, la sustancia en la que nos introducimos y en la que debemos existir. Pero el Espíritu Santo es la fuerza por la que debemos consumar esta unión con el Hijo como acercamiento al Padre.

    Todo esto es muy importante, porque en ello se expresa el orden de la existencia cristiana. Este orden es tan verdadero y esencial, que realmente no somos conscientes de él. Antes que nada, lo experimentamos cuando recurrimos a otras oraciones, surgidas en cualquier momento y por cualquier circunstancia, y percibimos cómo nos agobian. Las cosas más importantes son aquéllas que no se perciben, pero que forman parte de los supuestos básicos de la existencia, razón por la cual no se las contempla, sino que se vive en ellas. Nos damos cuenta de cuán importantes son cuando carecemos de ellas: el aire y la luz, el ordenamiento del espacio y del tiempo, el territorio sobre el que se apoyan nuestros pies, y el camino que recorremos desde el origen hasta la meta. Algo similar a esto es el orden del que hablamos, sólo que es más grande y santo, por encima de todo. Es el orden de la verdad y del amor en el que Dios mismo vive y según el cual ha creado y redimido al mundo. Él nos llama nuevamente a insertarnos en este orden, y, según ese orden, también debe perfeccionarse nuestra oración”.
 
 
Romano Guardini,
Preparación para la celebración de la Santa Misa,
Edibesa-San Pablo, Buenos Aires, 2010, pp. 67-69.