"Descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.
 
 
...Mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro,
mira el poder el pecado cuando no envías tu aliento
 
Sana el corazón enfermo, lava las manchas,
infunde calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero" (Secuencia de Pentecostés).
 
"Virtute firmans perpeti" (Himno Veni Creator).
 
La fortaleza interior nos viene dada como un don precioso del Espíritu Santo. "Sed fuertes y valientes de corazón los que esperáis en el Señor" (Sal 36) pero reconocemos que "el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad" (Rm 8). Sin Él, nada podemos.
 
¿Quién es fuerte? ¿Quién es imbatible? Las fuerzas humanas se agotan y debilitan, dejándonos expuestos a las luchas interiores y a las tentaciones; difícilmente podemos resistir persecuciones exteriores sin una gracia particular del Espíritu Santo, su don de fortaleza.
 
La fortaleza, recordemos, posee una doble dimensión: nos lleva a resistir pacientemente los males que nos afligen comunicándonos entereza y, por otra parte, la fortaleza es activa para acometer obras buenas, y grandes, y santas por el Señor, sin abandonarlas por las dificultades que se presenten.
 
Lo expresa muy bien una oración colecta:
 
"Oh Dios, protector de los que en ti esperan, sin ti nada es fuerte ni santo, multiplica sobre nosotros los signos de tu misericordia para que, bajo tu guía providente, de tal modo nos sirvamos de los bienes pasajeros, que podamos adherirnos a los eternos" (OC XVII T. Ord.).

Sin Dios y su Santo Espíritu, nada es fuerte ni santo.

Por el Espíritu del Señor se nos da una fortaleza nueva, divina y sobrenatural:

"El Espíritu Santo comunica también a los seguidores de Cristo, de entre los dones que colman su alma santísima, la fortaleza de la que Él fue modelo en su vida y en su muerte. Se puede decir que al cristiano empeñado en la "batalla espiritual", se le comunica la fortaleza de la cruz" (Juan Pablo II, Audiencia general, 26-junio1991).

El Espíritu Santo confiere esa fortaleza al alma; es uno de sus dones comunicado en el Sacramento de la Confirmación o Crismación. Renovando la gracia sacramental, sin poner triste al Espíritu ni extinguirlo en el interior del corazón, la fortaleza nos ha sido dada.

"El Espíritu Santo robustece la voluntad, haciendo que el hombre sea capaz de resistir a las tentaciones, vencer en las luchas interiores y exteriores, derrotar el poder del mal y, en particular, a Satanás, como Jesús, a quien el Espíritu llevó al desierto, y realizar la empresa de una vida de acuerdo con el Evangelio" (ibíd.).

La fortaleza engendra la paciencia, porque ser fuerte es saber resistir pacientemente el mal sin rebelarse ni responder al mal con el mal, sino vencer el mal a fuerza de bien. 

"Son virtudes necesarias para una vida cristiana coherente. Entre ellas, se distingue la "paciencia", que es una propiedad de la caridad y es infundida en el alma por el Espíritu Santo junto con la misma caridad, como parte de la fortaleza que es preciso ejercitar para afrontar los males y las tribulaciones de la vida y de la muerte" (ibíd.).

Entonces, invocando al Espíritu, podemos confesar: "El Señor es mi luz y salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?" (Sal 26).