Los sacerdotes están llamados a ser santos. El dinamismo propio de la gracia del sacramento del Orden los lleva a vivir la santidad propia de su estado de vida y misión, ya que han sido configurados a Cristo. Como un nuevo título, la gracia sacerdotal los impulsa y los llama a la santidad.
El ministerio sacerdotal se vuelve más fructífero, da más gloria a Dios y sirve mejor al bien de la Iglesia y de las almas cuando el sacerdote está seriamente comprometido en la santidad propia de su vida ministerial. Procura la santidad sacerdotal para identificarse plenamente con Jesucristo, Sumo y eterno Sacerdote, el único Santo, el Santísimo.
La doctrina conciliar es clara y exigente extrayendo las consecuencias del sacramento del Orden.
El decreto Presbyterorum ordinis enseña:
"Por el Sacramento del Orden los presbíteros se configuran con Cristo Sacerdote, como miembros con la Cabeza, para la estructuración y edificación de todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como cooperadores del orden episcopal. Ya en la consagración del bautismo, como todos los fieles cristianos, recibieron ciertamente la señal y el don de tan gran vocación y gracia para sentirse capaces y obligados, en la misma debilidad humana, a seguir la perfección, según la palabra del Señor: "Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial" (Mt., 5, 48). Los sacerdotes están obligados especialmente a adquirir aquella perfección, puesto que, consagrados de una forma nueva a Dios en la recepción del Orden, se constituyen en instrumentos vivos del Sacerdote Eterno para poder proseguir, a través del tiempo, su obra admirable, que reintegró, con divina eficacia, todo el género humano. Puesto que todo sacerdote representa a su modo la persona del mismo Cristo, tiene también, al mismo tiempo que sirve a la plebe encomendada y a todo el pueblo de Dios, la gracia singular de poder conseguir más aptamente la perfección de Aquel cuya función representa, y la de que sane la debilidad de la carne humana la santidad del que por nosotros fue hecho Pontífice "santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores" (Hb., 7, 26)...Mas la santidad de los presbíteros contribuye poderosamente al cumplimiento fructuoso del propio ministerio, porque aunque la gracia de Dios puede realizar la obra de la salvación, también por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere, por ley ordinaria, manifestar sus maravillas por medio de quienes, hechos más dóciles al impulso y guía del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y su santidad de vida, pueden decir con el apóstol: "Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal., 2, 20)" (PO 12).
La ley ordinaria es la de la santidad: así el ministerio sacerdotal reflejará la unión íntima con Cristo, Cabeza y Pastor. Los sacerdotes han de aspirar a la santidad, vivir santamente, ser dóciles a la gracia del Espíritu Santo.
El primer empeño, al que dedicarán todos los recursos ascéticos, naturales y sobrenaturales, será la santidad. La vida de los fieles encomendada a ellos crecerá sobrenaturalmente cuando los sacerdotes son santos. La santidad personal del sacerdote redunda en beneficio de los fieles (así como una vida mediocre, o aburguesada, o tibia, etc., afecta negativamente a los fieles).
"Jamás destacaremos suficientemente cuán fundamental y decisiva es nuestra respuesta personal a la llamada a la santidad. Ésta es la condición no sólo para que nuestro apostolado personal sea fecundo, sino también, y más ampliamente, para que el rostro de la Iglesia refleje la luz de Cristo, induciendo así a los hombres a reconocer y adorar al Señor" (Benedicto XVI, Disc. al clero romano, 3-mayo-2005).