Sin jóvenes, no solamente se pierde el futuro, sino el presente. Por eso es tan importante que la Iglesia siga trabajando con y por ellos. La pregunta del millón es ¿cómo hacer para que se involucren dejando a un lado la indiferencia que afecta a tantos países de occidente en los que la fe y las vocaciones se han enfriado? Hay una solución que muchos hemos podido comprobar: Dejarlos trabajar a su manera. Es decir, confiarles proyectos tanto pastorales como de acción social. Esto no quiere decir que los dejemos solos o sin reglas. Se trata de acompañarlos pero que sean ellos los protagonistas. Confiarles una cuota de responsabilidad e invertir incluso materialmente en sus planteamientos. ¿Y si se equivocan? Vale la pena correr el riesgo. Como dice el Papa Francisco, es preferible “una Iglesia accidentada por salir, que enferma…”.
A los adultos nos toca acompañar, asesorar, pero sin destruir la creatividad y el buen manejo tecnológico de las nuevas generaciones. Hay que respetarlas. Esto tampoco significa ser permisivos o disimular las críticas constructivas, sino formarlos en acción; es decir, en camino, en proceso, en el desarrollo de los proyectos. Así aprenderán a rezar, ser críticos y capaces de transformar su contexto.
Si los jóvenes se quejan de que su retiro estuvo muy pesado y sin mayor significado, ¡dejemos que ellos lo organicen! Si se quejan del diseño del póster de misiones, ¡dejemos que ellos lo diseñen! Si algo no les parece, ¡dejemos que propongan!
Evitemos la tentación de los grupos juveniles sin jóvenes. ¿Y esto cómo es? Cuando todo lo deciden los adultos y se vuelve todo menos un espacio que realmente responda a los retos de los adolescentes y jóvenes. Eso y nunca intentar “venderles” ideas trasnochadas que son más de 1968 que del 2019.
Activemos el liderazgo a través de proyectos que ellos puedan construir y, entonces, notaremos el cambio.