En cierta ocasión, uno que se decía cristiano, me respondió así:

“¿…Y quién soy yo para ir por ahí convenciendo a la gente de que sean  cristianos?”

Me lo decía a mí, pero no sabe que su respuesta iba dirigida a Cristo, pues fue Él quien nos pidió:

“Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado.” (S. Mateo 28, 18-20)

Sólo esta frase de Nuestro Señor bastaría para considerar inconcebible un cristiano que no evangelice y percatarse de la traición a Cristo que significa no hacerlo bien. Bien claro lo tenía San Pablo que advertía a sus discípulos: "¡Ay de mi si no evangelizara!".

Pero una cosa es que hagamos evangelización y otra muy distinta es que convirtamos a la gente. Por eso el primer principio de la evangelización podría ser éste: Dios es el que convierte.

Este es un principio del que uno se va dando cuenta en la medida en que empieza a ponerlo en práctica (evangelizando) descubriendo lo que de verdad significa.

Recuerdo un hecho que me hizo avanzar mucho en esta idea. Asistí a una conferencia de un sacerdote para iniciar un programa de formación en Cristianismo. Nada más empezar a hablar nos hizo una “advertencia” que me dejó de piedra. Dijo que la decisión que me (nos) había movido a estar allí “… no había sido una decisión esencialmente mía”.  Entonces ¿de quién era?

“…pues de alguien – añadió -  que hace más de 2.000 años la tomó. Alguien que dijo estas palabras que voy a leerte textualmente: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae»”. (S. Juan 6, 44)



Y prosiguió - “Tu, lo que has hecho es entonces colaborar con El.  Tienes el poder (no el derecho) de retirar esa colaboración. O de lo que es mejor, seguirla”.

Terminó la advertencia recordándonos algunos casos: a San Ignacio, por ejemplo, lo atrajo por una enfermedad y un libro; al Vizconde de Foucauld, por una frase que oyó; al escritor André Frossard porque tuvo que entrar en una iglesia a buscar a un amigo; a la poetisa Edith Sitwell por una simple conversación con un jesuita, etc.

Y todo esto vale también para el evangelizador. Podemos hacer muchas cosas pero hay que tener claro que es Dios el que va a convertir al otro, no nosotros. Nosotros somos, digámoslo así, instrumentos que usa Dios para realizar el plan que tiene para cada persona. Y evangelizar es nada menos que co-laborar con Dios en ese plan tan personalizado. Qué honor.

Los Tres Mosqueteros