Nuestra doctrina siempre ha hablado de él, pero no todo el mundo lo entiende. Tal vez no se ha explicado bien. Y es muy importante para comprender al ser humano y su necesidad de Redención. Benedicto XVI, con la claridad teológica que le caracteriza, ofrece en una de sus homilías unas ideas interesantes sobre el tema, que invito al lector a que reflexione sobre ellas. Perdón por la larga cita, pero merece la pena: "Como hombres de hoy, debemos preguntarnos: ¿qué es el pecado original? ¿Qué enseñan Pablo y la Iglesia? ¿Es sostenible hoy aún esta doctrina? Muchos piensan que, a la luz de la historia de la evolución, no habría ya lugar para la doctrina de un primer pecado, que después se difundiría en toda la historia de la humanidad. Y, en consecuencia, también la cuestión de la Redención y del Redentor perdería su fundamento. Por tanto: ¿existe el pecado original o no? Para poder responder debemos distinguir dos aspectos de la doctrina sobre el pecado original. Existe un aspecto empírico, es decir, una realidad concreta, visible, diría yo, tangible para todos. Es un aspecto misterioso, que afecta al fundamento ontológico de este hecho. El dato empírico es que existe una contradicción en nuestro ser. Por una parte el hombre sabe que debe hacer el bien e íntimamente también lo quiere realizar. Pero, al mismo tiempo, siente también otro impulso a hacer lo contrario, a seguir el camino del egoísmo, de la violencia, a hacer sólo lo que le apetece aun sabiendo que así actúa contra el bien, contra Dios y contra el prójimo. San Pablo en su Carta a los Romanos ha expresado esta contradicción en nuestro ser con estas palabras: "querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero" (7, 1819). Esta contradicción interior de nuestro ser no es una teoría. Cada uno de nosotros la experimenta todos los días. Y sobre todo vemos siempre en torno a nosotros la superioridad de esta segunda voluntad. Basta pensar en las noticias diarias sobre injusticias, violencia, mentira, lujuria. Cada día lo vemos: es un hecho. Como consecuencia de este poder del mal en nuestras almas, se ha desarrollado en la historia un río sucio, que envenena la geografía de la historia humana. El gran pensador francés Blaise Pascal habló de una "segunda naturaleza", que se superpone a nuestra naturaleza original, buena. Esta "segunda naturaleza" presenta el mal como normal para el hombre. Así también la típica expresión: "es humano" tiene un doble significado. "Es humano" puede querer decir: este hombre es bueno, realmente actúa como debería actuar un hombre. Pero "es humano" puede también querer decir lo contrario: el mal es normal, es humano. El mal parece haberse convertido en una segunda naturaleza. Esta contradicción del ser humano, de nuestra historia, debe provocar, y provoca también hoy, el deseo de redención. En realidad, el deseo de que el mundo cambie y la promesa de que se creará un mundo de justicia, de paz y de bien, está presente en todas partes: en la política, por ejemplo, todos hablan de la necesidad de cambiar el mundo, de crear un mundo más justo. Y precisamente esto es expresión del deseo de que haya una liberación de la contradicción que experimentamos en nosotros mismos. Por tanto el hecho del poder del mal en el corazón humano y en la historia humana es innegable. La cuestión es: ¿cómo se explica este mal? En la historia del pensamiento, prescindiendo de la fe cristiana, existe un modelo principal de explicación, con variaciones diversas. Este modelo dice: el ser mismo es contradictorio, lleva en sí tanto el bien como el mal. En la antigüedad esta idea implicaba la opinión de que existían dos principios igualmente originarios: un principio bueno y un principio malo. Este dualismo sería insuperable: los dos principios están al mismo nivel, y por ello existirá siempre, desde el origen del ser, esta contradicción. La contradicción de nuestro ser, por tanto, reflejaría solo la contrariedad de los dos principios divinos, por así decirlo. En la versión evolucionista, atea, del mundo, vuelve de nuevo una visión semejante. Aunque, en esta concepción, la visión del ser es monista, se supone que el ser como tal desde el principio lleva en sí el bien y el mal. El ser mismo no es simplemente bueno, sino abierto al bien y al mal. El mal es tan originario como el bien. Y la historia humana repetiría solamente el modelo ya presente en toda la evolución precedente. Lo que los cristianos llaman pecado original sería en realidad sólo el carácter mixto del ser, una mezcla de bien y mal que, según esta teoría, pertenecería a la misma materia del ser. Es una visión en el fondo desesperada: si es así, el mal es invencible. Al final solo cuenta el propio interés. Y todo progreso habría que pagarlo necesariamente con un río de mal, y quien quisiera servir al progreso debería aceptar pagar este precio. La política, en el fondo, se basa sobre estas premisas: y vemos los efectos de ellas. Este pensamiento moderno, al final, sólo puede traer tristeza y cinismo. Y así preguntamos de nuevo: ¿qué dice la fe, atestiguada por san Pablo?... El mal existe, sencillamente. Como explicación, en contraste con los dualismos y los monismos que hemos considerado brevemente y encontrado desoladores, la fe nos dice: existen dos misterios de luz y un misterio de noche, que, sin embargo, está rodeado de los misterios de la luz. El primer misterio de la luz es éste: la fe nos dice que no hay dos principios, uno bueno y uno malo, sino que hay un solo principio, el Dios creador, y este principio es bueno, sólo bueno, sin sombra de mal. Y por ello también el ser no es una mezcla de bien y de mal; el ser como tal es bueno y por ello es bueno existir, es bueno vivir. Éste es el alegre anuncio de la fe: sólo hay una fuente buena, el Creador. Y por esto vivir es un bien, es algo bueno ser un hombre, una mujer, es buena la vida. Después sigue un misterio de oscuridad, de noche. El mal no viene de la fuente del mismo ser, no es igualmente originario. El mal viene de una libertad creada, de una libertad abusada". Podemos decir que la verdadera libertad es la facultad de poder hacer el bien, con la ayuda de Dios.