Antes de iniciar mi reflexión, les cuento algo que me sucedió hace unos años en Perú donde estaba colaborando en una parroquia. Era el día del Corpus.
Estaba ya llegando la procesión y la iglesia estaba -llena a rebosar, esperando por la misa después de la procesión. Yo estaba en el confesionario y como se notaba ese runruneo típico cuando se está esperando por la misa, salí del confesionario, fui al ambón para hablarles de lo que significaba el Corpus en la Iglesia.
Y empecé diciendo: ¡Qué bonita es la fiesta del Corpus! No pude decir una palabra más. Esperé unos momentos por si podía serenarme y empezar a hablar. Imposible. Y me retiré con los ojos llorosos. Es que recordaba algunas escenas del día, en especial cuando, antes de decir “podéis ir en paz”, sacábamos en todas las misas una pequeña custodia, la poníamos sobre el altar y, todos de rodillas, estábamos unos minutos adorando al Señor en silencio. ¡Qué silencio! La iglesia llena hasta rebosar, todos de rodillas y con un silencio que cortaba el aire.
Puede que alguien me diga que la exposición del Santísimo es algo que hacemos con frecuencia; pero no era lo mismo que la adoración prolongada en un día dedicado a la Eucaristía. Sea por unas u otras razones, lo cierto es que no pude hablar ni una palabra, sintiendo por dentro: ¡QUÉ GRANDE ES LA FIESTA DEL CORPUS!
Y es que es grande de verdad y paso a explicar el por qué. El sacrificio de la cruz y el sacrificio de la misa son el mismo sacrificio, con la diferencia de que en la cruz Cristo sufrió y en la misa, no. Son el mismo sacrificio porque la víctima es la misma y el sacerdote es el mismo, Cristo.
En otras palabras, por el poder infinito de Dios, incomprensible para nosotros, pero creíble por nuestra fe, Jesús en el cielo está glorioso ante el Padre, ofreciéndole el sacrificio de su vida por la salvación de todos los hombres, sacrificio que el Padre acepta. Y Jesús está presente en la Eucaristía como en el cielo, ofreciéndole al Padre ese mismo sacrificio que no sólo ofreció en la cruz, sino que lo sigue ofreciendo en el cielo y en la misa y en cualquier sitio donde se conserve la Eucaristía.
De ahí, la importancia de la presencia del Señor en la Eucaristía. ¿Hemos pensado que tanto en la misa como en el sagrario nos encontramos con Jesús sacrificado por nosotros y que nos está diciendo: te he amado y te amo hasta haber dado mi vida por ti. Mi vida es tuya. ¿Te decides a que tu vida sea mía como la mía es tuya? Y como la mía es de todos, ¿te decides a que la tuya también lo sea? ¡Qué feliz serías!
No seas como aquellos que se limitan a “cumplir” conmigo. Vienen a misa y se olvidan de mí hasta la siguiente semana a no ser que quieren pedirme alguna cosa. Siempre preocupados de sí pero no de mí.
Y estando en silencio ante el Señor sacramentado y celebrando este encuentro de adoración, de contemplación del amor, de acción de gracias, unidos a la comunidad cristiana, podemos decir, si decidimos de verdad devolverle amor por amor, ¡PERO QUÉ GRANDE ES LA FIESTA DEL CORPUS!
José Gea