Un rápido y sencillo ejercicio de memoria para los que andamos implicados en los cincuenta, los sesenta y los setenta de edad, -una experiencia a la que no pueden acceder los atolondrados jovencitos de hoy día- nos lleva a la rápida constatación de que, no hace tanto, bastaba que un miembro de la familia, el padre en la práctica totalidad de los casos, trabajara, para sacar adelante a todo el resto de la familia, madre incluída, -que no trabajaba fuera de casa, dentro sí, y mucho- y proles nunca inferiores a los tres hijos, aunque en no pocas ocasiones se disparaban hasta los seis, los ocho y los diez.
A esas proles, y con no poca frecuencia, se unía, en primer lugar, la socorrida “chacha”, cuya figura tanto escandaliza hoy a la progresía oficialista y paniaguada, la cual, obtenía gracias a ese trabajo tan digno como cualquier otro, -porque no hay trabajos dignos y trabajos indignos, el trabajo siempre es digno-, la posibilidad de trasladarse a la capital, con las posibilidades que ello le brindaba, hallar una nueva familia que por lo general la trataba como un miembro más, con una casa que ella no se podía permitir, con todos los consumos resueltos y un espacio para su intimidad –a veces un baño para ella sola, mientras la familia tenía que compartir otro toda ella-, y hasta con una paguita para sus gastos y para algo más también. Algunas quedaban para siempre en la casa, pero no era lo normal. Por lo general, se casaban, sacaban sus familias adelante en condiciones parecidas a aquellas en las que las sacaban las casas en las que habían servido, y algunas de ellas, hasta repetían el proceso y contrataban una nueva empleada en sus hogares.
Añádase a todo esto, en muchas de esas casas, la presencia de alguno o varios de los abuelos, que sabían así lo que era vivir y morir rodeados de los suyos, y no en frías y solitarias residencias donde actualmente no son pocos los hijos que literalmente los “precipitan”, con espectáculos como los que hemos tenido ocasión de contemplar durante la terrible pandemia que ha azotado nuestra vidas estos últimos tiempos
Y en algunas de esas casas aun cabía… ¡¡¡hasta un perrito… o un gatito… o los dos!!!
Mientras que hoy hacen falta el trabajo, el sudor y las rentas de los dos progenitores para sacar adelante exiguas familias de un hijo, a lo sumo dos. Y de abuelos en casa, por supuesto, nada de nada. Y de “mujer de servicio” o “empleada del hogar”, los más privilegiados.
Y aún así, no sólo los jovencitos, -excusados por completo desconocimiento-, sino la inmensa mayoría también de los que conocimos aquella situación y viven ésta… ¡¡¡hemos llegado a la impresión de que somos nosotros los que hemos alcanzado la plenitud de los tiempos, la auténtica modernidad y el verdadero progreso!!! Y miramos a los que nos antecedieron con un displicente sentimiento de superioridad, reservando para ellos epítetos del modo “retrógrados”, cuando no directamente "machista", "supremacista", "racista", "explotador", "homófobo"... vamos, las mil y una maneras existentes de ser “fascista”…
Se dice que ahora vivimos con más lujos, resumidos, como mucho, en dos: los mejores medios de comunicación (móviles, internet), y la posibilidad de viajar más lejos (que, por cierto, van camino de volvernos a quitar)… ¿de verdad compensa el precio?
Y ahora la pregunta que todos nos temíamos desde el titular de este artículo… ¿somos idiotas o no lo somos?
Que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos.
©Luis Antequera
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