Éxodo 24, 3-8; Hebreos 91 11-15; Marcos 22-26
«Tomad, esto es mi cuerpo. Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos»
«El amor que Dios nos tiene es un amor a prueba de desprecios. No es un amor sólo presente cuando actúo bien, cuando obedezco sus mandatos. El amor incondicional de Dios me salva»
Hay frases que reflejan una forma de entender la vida: «He aprendido mal la incondicionalidad del amor. Sólo cuando hago bien las cosas soy querido. Si las hago mal, no»[1]. Hay misterios más grandes que el de misterio del amor de Dios sigue siendo siempre un gran enigma. ¿Cómo puede amar Dios de forma incondicional? Aprendemos de niños la condicionalidad del amor. Si hago bien las cosas, me dan amor. Si las hago mal, desprecio. No encontramos fácilmente ejemplos humanos y cercanos que reflejen ese amor de Dios. Y nos cuesta tanto a nosotros mismos amar de esa forma que no somos capaces de comprender que el amor de Dios pueda ser así. Un amor incondicional que no dependa tanto de mis actos, un amor eterno a prueba de desengaños que dure para siempre, un amor fiel que en la dureza de las crisis se mantenga firme, un amor inamovible, que permanezca incólume como una roca, cuando arrecie la tormenta. Es el amor que soñamos. Es el amor del que nos habla Dios. Ese amor perfecto del que tan lejos nos sentimos. Una persona rezaba: «Me cuesta mucho salir airosa de mi pecado, e intentando justificarlo, este se enreda y se agranda más. Con lo fácil que sería asumirlo cuando aún es pequeño, sin sorprenderme de no ser perfecta, sin sorprenderme de verme pecando. Señor, tengo a veces demasiado miedo a decepcionarte, miedo a que dejes de tratarme con cariño, miedo a herirte con mi pecado. Me molesta no ser perfecta, no ser humilde, no ser santa para ti. Entonces busco un consuelo que no merezco, una disculpa que disimule mi pecado. A menudo espero que vengas a buscarme y me animes rectificar, que te apresures a abrazarme y decirme que no pasa nada». Cuesta mucho notar ese abrazo de Dios lleno de amor que me dice que no pasa nada, que no tiemble. A nosotros nos cuesta tanto abrazar cuando nos han ofendido, cuando nos han herido, cuando han hecho mal las cosas y tenemos que pagar los errores ajenos. Lo más que hacemos es decir que no pasa nada y seguir de largo. Pero el rencor se queda encerrado en la herida, guardado en el alma. Queremos cuando nos quieren. Tratamos bien cuando nos tratan bien. La incondicionalidad del amor permanece oculta como un misterio indescifrable. ¿Quién puede amar así? Dicen que en los tres primeros años de nuestra vida se graba en el alma profundamente la experiencia del amor. En esos años todo el amor recibido nos capacita para la vida, para vincularnos, para amar bien. Cuando en esos años hemos recibido desprecio, rechazo, desamor, la incapacidad del amor se instala en el alma. La percepción del amor es siempre subjetiva. Depende de mí que la haya guardado como un tesoro. La experiencia de sabernos amados nos cambia, nos capacita para amar bien. La incondicionalidad de nuestros amores nos mantiene seguros. Es lo que nos da estabilidad. Volver a casa y saber que el amor que nos tienen permanece intacto. Herir, hacer daño sin pretenderlo, no cumplir las expectativas que tienen sobre nosotros y saber que después el amor que nos tienen permanece igual, firme y fiel. ¿Quién puede ser amado así? Pecar, alejarnos de Dios y, al volver, notar la misma mirada de Dios, de María, que nos dicen que nos quieren, que nos estaban esperando y nos echaban de menos. ¡Qué misterio tan grande! Conozco personas que aman así. Son pocas. Existen. Aman como Dios nos ama. Es el misterio que nos salva. Ese amor que Dios nos tiene es un amor a prueba de desprecios. No es un amor sólo presente cuando actúo bien, cuando me comporto como era de esperar, cuando obedezco sus mandatos y no me alejo de mi camino. El amor incondicional de Dios me salva.
Me gustan las piedras de la iglesia de la adoración de Schoenstatt en Alemania. Una iglesia inmensa, como un castillo, construida con piedras todas distintas. Son piedras que se elevan hacia lo alto. Son muros firmes que se aventuran en el cielo. Piedras distintas, cada una original, representando la pluralidad de los hombres, su diversidad. Piedras formando un mismo edificio, un mismo templo sagrado. Las de abajo sostienen a las de arriba. Las de arriba miran mejor el cielo. No son mejores unas que otras. Como nosotros. Pero cada una tiene un lugar, un espacio, una misión. Yo creo en Dios que mira esas piedras y las ama. Porque así nos mira a nosotros, todos distintos, y nos ama. Sabemos que el cielo está lleno de estrellas de muchos colores y formas. Todas únicas, todas amadas. Todas las piedras de esta iglesia tienen un lugar. Todas importan. Si falta una no es lo mismo. Cada piedra tiene un valor. No importan los ángulos, ni el aspecto gris, taciturno, cansado, de cada piedra. No importa su aspereza, tampoco su dureza. Para Dios todos somos iguales. No le importan los títulos, ni los logros, ni los méritos adquiridos por los años. Se ríe cuando competimos los unos contra los otros buscando nuestro lugar. Cuando nos creemos mejores que otros y los criticamos, para que parezcan más pequeños. Las piedras de no pueden entrar en competición, todo se caería. Conozco a personas que viven compitiendo, buscando de forma desesperada un lugar en el que sentirse bien. Pero no lo encuentran. Siempre miran el jardín de enfrente y les gusta más. Y nunca están contentas con la vida que les toca vivir. Me sorprende que compitan tanto, que sufran tanto, que se llene su corazón de amargura. Puedo llegar a entender que no valoren sus logros, o que no se vean tan valiosos como los ve Dios. Eso lo entiendo porque es fácil no ver las cosas como las ve Dios. Nuestra mirada es distinta, no es tan pura como la suya. Pero vivir compitiendo siempre me sorprende. ¡Qué cansancio! Viven y se definen en relación a otros. Como si su valor dependiera de los otros. Se comparan y critican. Juzgan y se sienten en lucha. Si alguien a su lado brilla más, piensan que ellos, por lógica, brillarán menos. Si alguien a su lado fracasa, ellos, como consecuencia, creen que triunfan. Es el absurdo de las comparaciones que no llevan a nada, que nos confunden, que nos llenan de rabia o rencor. Decía S. Benito: «Así como hay un celo malo, lleno de amargura, que separa de Dios. Así también hay un celo bueno, que separa de los vicios y lleva a Dios. Éste es el celo que han de practicar con ferviente amor los monjes, estimando a los demás más que a uno mismo; soporten con una paciencia sin límites sus debilidades, tanto corporales como espirituales; pongan todo su empeño en obedecerse los unos a los otros». Un amor así se parece al que Dios nos tiene. Un amor que admira al prójimo, lo pone por delante y lo valora más que a uno mismo. Por eso me gustan tanto esas piedras distintas que vuelan hasta el cielo en esta iglesia. No luchan entre sí. Se ayudan unas a otras para poder levantar al cielo ese castillo de Dios. También el otro día vi algunas piedras más ocultas. Me sorprendieron. Nunca antes me había fijado. En la pared que sostiene una cruz inmensa en la que está incrustado el sagrario de la iglesia, hay unas piedras que permanecen ocultas. Esa pared no es como cualquier pared. No es recta, uniforme. En la parte donde está el sagrario, las piedras están como hundidas, formando una cueva. En esa cueva hecha en la pared, parece que cabe Jesús. Es como si las piedras se hubieran retirado para dejarle espacio. Es como si no cupiera Jesús en el templo y las piedras tuvieran que esforzarse para que su amor inmenso tuviera un lugar. Me sorprende y me conmueve ver esas piedras hundidas. Nadie las ve, porque al mirar de frente la cruz y el sagrario, desaparecen de nuestra vista. Sólo vemos a Jesús. Uno tiene que venir por la espalda de Jesús. Y ahí las ve, ocultas, escondidas, hundidas, en silencio. Y todo para que Jesús quepa. Creo que me costaría ser una de esas piedras. Tan oculta, tan callada, tan anónima, tan humilde. Pero conozco personas que felices vivirían y morirían en esa cueva. Ocultas al mundo. Muy cerca de Dios. Pienso en tantas personas que viven consagradas a Dios, ocultas en Él. Tantas personas que aman anónimamente, en silencio, sin darse importancia. No compiten. No se comparan. Me parece un ideal precioso. Me recuerda a S. José oculto en la cueva junto a Jesús y María. Me imagino a tantos santos que vivieron ocultos en su vida, sin buscar los primeros puestos, sin esperar destacar entre muchas piedras diferentes elevadas hacia el cielo. Su único mérito fue vivir escondidos en Cristo. Vivir para Él, dejándole espacio en la cueva de su alma.
Jesús sella con el hombre una nueva alianza: «Y les dijo: - Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos». Una nueva alianza que recoge lo más verdadero y hondo de la primera alianza con el pueblo de Israel: «Después, tomó el documento de la alianza y se lo leyó en alta voz al pueblo, el cual respondió: - Haremos todo lo que manda el Señor y le obedeceremos. Tomó Moisés la sangre y roció al pueblo, diciendo: - Esta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros». Éxodo 24, 3-8. La alianza del pueblo judío. La alianza sellada en la última cena con su cuerpo, con su sangre. La alianza que renovamos nosotros al ser bautizados e incorporarnos a esa historia de amor de Dios con el hombre. Así es nuestra vida. Somos aliados de Dios. Vivimos en alianza con Él. Le pertenecemos. Dios construye con nosotros, con nuestra debilidad, a partir de nuestra herida y limitación. Nos necesita. Por eso nosotros, al sellar nuestra alianza de amor con María, renovamos nuestro sí sencillo y puro a Dios, al Dios de nuestra historia. Sin Dios no podemos construir. Sin nosotros Él no puede llegar a los hombres, a todos los hombres. Necesita nuestra vida, nuestra voz, nuestras manos, nuestro cuerpo débil, nuestros torpes gestos. Los pies para llegar a muchos y nuestra forma inmadura y limitada de amar para que se vea en nosotros la pureza de su amor inmaculado y eterno. Como las piedras escondidas detrás de la cruz que dejan ver el rostro de Dios. Somos aliados de Dios y somos aliados de María. Lo somos en el santuario, ese lugar sagrado en el que Ella nos manifiesta su amor. Decía el P. Kentenich: «Es un estar en el corazón de María tal como este corazón palpita en este lugar de gracias, en el santuario»[2]. La alianza con María nos une a una persona de forma única y profunda y nos ata a un lugar sagrado, nuestro santuario. No es una alianza etérea, desvinculada de la tierra. No, María quiere que estemos anclados en su corazón y en lo más sagrado de un pequeño lugar, una capillita, un santuario donde Ella abre la fuente de gracias. Quiere que echemos raíces, porque sabe que el gran drama que vivimos hoy es nuestra falta de arraigo en corazones, en Dios, en el mundo. Cuando sellamos nuestra alianza nos unimos entrañablemente a María en un lugar. Ella es nuestra Madre que nos espera. Allí nos acoge y educa. Decía el Papa Francisco: «Ella es la amiga siempre atenta para que no falte el vino en nuestras vidas. Ella es la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas. Como madre de todos, es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia»[3]. Es que nos espera y nos une profundamente a Dios. Decía el P. Kentenich: «Existe una indescriptible y profunda alianza de amor entre Cristo y María. El Señor ama sin límites a su Madre, y de modo semejante Ella lo ama a Él»[4]. Por esa alianza nos hacemos uno con Cristo y con María. La alianza nos une a Dios y nos une a los hombres. No vamos solos. A veces ha hecho mucho hincapié en la necesidad de salvarnos. Y se ha visto en ese deseo una salvación personal, individual, sin contar con los otros. Yo me salvo solo. Como si como comunidad perdiera su fuerza. La alianza nos recuerda lo importante: estamos aliados los unos con los otros. Somos hermanos, hijos de una misma Madre. En María, en el cuerpo de Cristo, en el santuario, somos uno. La alianza nos hace hermanos, piedras de una misma Iglesia, nos necesitamos.
El amor verdadero vive de la entrega. Dice el P. Kentenich: «Para quien conoce el mundo del amor, o para quien ya ha hecho de la alianza de amor con María el contenido de su vida, sabe que el amor vive del sacrificio y que el sacrificio alimenta el amor. Esta ha sido desde siempre una ley inalterable en el reino del amor»[5]. El amor verdadero se hace fuerte en la renuncia. Jesús no nos pide que ofrezcamos sacrificios propios de la antigua alianza: «Jesús no pide a los campesinos que cumplan mejor su obligación de pagar los diezmos y primicias, no se dirige a los sacerdotes para que observen con más pureza los sacrificios de expiación en el templo, no anima a los escribas a que hagan cumplir la ley del sábado y demás prescripciones con más fidelidad. El reino de Dios es otra cosa. Lo que le preocupa a Dios es liberar a las gentes de cuanto las deshumaniza y les hace sufrir»[6]. El amor de Jesús nos libera. El amor verdadero libera de cargas y ataduras. El sacrificio que Dios nos pide es la entrega de nuestro corazón, de nuestro cuerpo y de nuestra alma. En la última cena nos lo recuerda, lo hace Él: «Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: - Tomad, esto es mi cuerpo. Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio, y todos bebieron». Esa noche que tanto tiempo llevaba esperando supuso el momento de entrega total. El amor que no se entrega se pierde. El amor verdadero vive del sacrificio y de la renuncia. En todo amor auténtico hay renuncia. Renuncia a mis propios deseos y planes. Renuncia a mi paz, a mi descanso, a mi vida propia, a mis horarios. El amor se parte, se entrega. El cuerpo y el alma. Jesús nos enseña un amor que parece imposible. Partir la vida. Partirnos por amor a los demás. La última cena refleja el amor hasta el extremo, el amor que renuncia entregando la vida. Jesús murió como vivió. Vivió renunciando. Murió amando. Nunca amó tanto como esa noche, con los suyos. Perdonó a todos. Se entregó por todos. El signo que tantas veces hizo, tomar el pan, partirlo, bendecirlo y repartirlo. Ese signo hoy tiene un significado nuevo. Es Jesús mismo. Él es tomado por el Padre, es bendecido por el Padre, es entregado a los hombres por amor. ¡Qué lejos estamos tantas veces de ese amor total, sacrificado, santo! Decía el P. Kentenich: «Si amo a , lograré renunciar a la satisfacción de deseos personales legítimos. No tener conciencia de familia es preguntarse qué me puede dar la comunidad y no qué puedo darle yo a la comunidad. no es en primer lugar una mesa de placeres, sino de sacrificios»[7]. A veces nos encontramos con nuestro egoísmo y comodidad. Vivimos pensando en lo que los demás nos deben, en lo que nos merecemos, en lo que es justo. Damos y calculamos. Esperamos con frecuencia más de lo que entregamos. Y la vida nos defrauda. Las expectativas quedan incumplidas. ¡Cuánto nos cuesta renunciar a lo que nos gusta, a lo que nos hace bien! Sacrificar nuestra voluntad a veces tan enferma. Esa voluntad dañada que sólo piensa en la propia satisfacción de las necesidades. Nunca es bastante. Siempre queremos más. Sin embargo, cuando damos, siempre decimos que es bastante, que ya no podemos más, que nos merecemos el descanso. Y así nos aburguesamos tan fácilmente. El amor verdadero exige renuncia y sacrificio. Piensa en el bien del tú, no en el bien propio. El amor de los padres es así. Fácilmente el padre y la madre renuncian sin echar en cara al hijo lo que hacen. Es verdad que a veces el amor conyugal está lejos de ese ideal. Nos cuesta renunciar siempre, sacrificar siempre. Esperamos que haya una paridad. Y no es posible. Buscamos dar el cincuenta por ciento para que nos den en la misma medida. Y el amor no es así. Es asimétrico. Me doy por entero. Puedo esperar una respuesta de amor. Pero no tengo derecho a ella. Jesús aquella noche se entregó por entero. No esperaba nada. Simplemente se partió. Se hizo pan para que todos tuvieran algo de su vida. Se dejó el alma a jirones por los caminos de Galilea y, en la última cena, les dijo que siempre estaría con ellos, cada día, en cada trozo de pan, en cada eucaristía. Prometió su presencia para siempre. Un amor que nunca pasaría. Un amor que les tocaría cada día en el alma.
Jesús nos deja lo más humano suyo, su cuerpo y su sangre. A veces lo más humano es lo más sagrado. Su humanidad, que podemos tocar, recibir, mirar, es el signo de amor más grande de un Dios escondido en lo pequeño. De un Dios que se hizo caminante, uno de nosotros, para tomarnos. Para hablarnos con voz humana del amor de Dios. Para tocarnos, con manos humanas, y mostrarnos las caricias de Dios. Jesús nos entrega hoy su cuerpo. Ese cuerpo que amó de forma tan humana. Con el que acarició y abrazó. Miró y acogió. Ahora lo entrega. Se entrega a sí mismo. Su cuerpo y su sangre. Poco después se hará realidad. Lo insultarán, lo golpearán, lo arrastrarán bajo el peso del madero. Su cuerpo destrozado. Su sangre derramada hasta la última gota. Al final brotó agua del costado abierto. Jesús ama nuestra carne. Ama nuestro cuerpo. Y se queda en ese cuerpo para que tengamos un alimento permanente. Su cuerpo es verdadera comida. Su sangre es verdadera bebida. Cada vez que comulgamos nos asemejamos en algo más a Jesús. Es el misterio de la comunión. Nos hacemos uno con Cristo. Nos parecemos más a Él. El sacerdote, cada eucaristía, pronuncia estas palabras. Lo hacemos con asombro, conmovidos al experimentar nuestra pequeñez y la grandeza de lo que ocurre. Nos hacemos otros Cristos, conociendo la desproporción que hay entre nuestra vida y la de Cristo. No es una representación. Es real, vuelve a ocurrir. Es el momento en el que más nos parecemos a Cristo. Nos cuesta entenderlo. Nos vemos tan humanos. Como Él estamos dispuestos a entregar el cuerpo y el alma. Hasta la última gota de nuestra vida. Como lo hizo Jesús por los caminos de su tierra. No escatimó el tiempo ni el esfuerzo. Se dio por entero en su vida a los más pobres, a los enfermos, a los más necesitados. Vivió desgastándose sin miedo, sin límites. De esa formar tan exagerada que tiene Dios para amarnos. Jesús, amándonos en su cuerpo, dignificó nuestro cuerpo humano. Lo hizo en la vida. Y lo hace de nuevo en esta última cena. Le da un valor eterno a nuestro cuerpo caduco. Como leía el otro día, lo importante es que somos cuerpo: «No es que vivas en un cuerpo o que tengas un cuerpo, es que eres cuerpo. Tienes un yo cuerpo que necesita que lo atiendas, lo escuches, lo quieras, lo respetes»[8]. Somos cuerpo. No tenemos un cuerpo. Somos esa imagen que los demás ven. ¡Qué importante cuidar y respetar la dignidad de mi cuerpo y del cuerpo de las personas a las que quiero! Respetar las señales que da mi cuerpo. Respetar el cuerpo de las personas a las que queremos. Cuidarme en mi cuerpo cuando está cansado, cuando sufre, cuando está herido. Cuidar y dignificar el cuerpo de los hombres a los que a veces no sabemos amar bien. El cuerpo es sagrado. Jesús consagra nuestro cuerpo. Lo hace divino con su vida, con su presencia cada día entre nosotros. Jesús fue cuerpo y quiso quedarse en su cuerpo. Se amó a sí mismo en su cuerpo para que aprendiéramos nosotros a amarnos en nuestro cuerpo limitado. ¡Qué importante es cuidar nuestro cuerpo para poder entregarlo sin límites! ¡Qué importante valorar lo humano en nuestra vida! A veces despreciamos lo humano, las necesidades de mi cuerpo. Sobrevaloramos lo espiritual. Como si lo único sagrado de nuestra vida tuviera que ver con el alma. No, Jesús partió su cuerpo para que aprendiéramos a entregar el nuestro. Lo humano es sagrado en Jesús. Así debería ser en nuestra vida. Todo lo humano tiene que ver con Dios. Todas mis necesidades humanas. Todo se lo entrego a Dios. Todo tiene que ver con Él. ¡Qué importante valorar todo lo humano de mi vida!
El corazón es importante en nuestra vida, es verdad. Pero también lo son la cabeza y la voluntad. El otro día leí una reflexión interesante: « ¿Cuál es la rueda más importante para que un coche ande? Cuando hago esta pregunta en la consulta las respuestas son muy variadas. Algunos aciertan y responden que las cuatro»[9]. Un coche que no tenga cuatro ruedas no llega a su destino. Y tienen razón los que dicen que el corazón es fundamental. Porque sin corazón no avanzamos. El corazón es el que se adhiere a Dios y a los hombres. Es el que ama. El que se entrega. El que se enamora de la vida. El que pone la pasión en lo que hacemos. Pero muchas veces en el amor tenemos que adherirnos con la voluntad y con la razón. Todos los aspectos de mi vida son importantes. Si algo no está en orden en mi interior, repercute negativamente en el todo de mi vida. Si no cuido mi cuerpo, estoy descuidando mi alma. Necesitamos todo para poder caminar. Para poder entregarnos en el amor, tenemos que poseernos. Tenemos que tener paz con nuestra vida. Una persona rezaba así el otro día: «Quiero tocar la vida, con las manos, sutilmente. Quiero abrazar, sembrar ilusiones, despertar amaneceres. Quiero sentirme pequeño, cuando no logre alcanzarte. Quiero sentirme muy grande cuando note en mí tu fuerza. Quiero abrazar con el cuerpo y con el alma al mismo tiempo. Quiero mirar las estrellas y las cumbres, el ancho mar, el vasto cielo. Quiero seguir hoy tus pasos, con miedo a perderlo todo, con pasión por darlo todo. Quiero, Jesús, oler tus olores, mirar con tus ojos. Quiero ver lo que Tú ves, mucho mejor que lo que yo veo. Quiero sentir que me quieres más de lo que yo me quiero. Quiero dejarme tocar por tus manos que me buscan. Quiero sentir en mi alma la voz que dice mi nombre. Quiero tenerte y quererte. Quiero saber que me tienes. Quiero mirarte escondido, ver tu mano alzar la mía. Quiero oír tu voz que grita. Que espera, calla y consuela. Quiero caminar tus pasos. Quiero sentir que en mis venas es tu sangre la que fluye. Quiero admirar a los hombres y no quedarme en las quejas. Quiero inventarme maneras de amar hasta dar la vida. Quiero vivir hoy la vida, sin miedo nunca a perderla». Ese «sí, quiero» de la oración es un grito del corazón, una expresión honda de la voluntad que se pone en camino. Son necesarias todas las ruedas para poder avanzar. No podemos correr estando cojos. Queremos darlo todo. Queremos partirnos sin miedo. Todo es importante para que el coche de la vida ande. Queremos tomar en cuenta todas las facetas de mi vida. Todo importa. Si algo no va bien, repercute en el resto. El cuerpo y el alma son importantes.
Recuerdo en la película de la mirada de Juan cuando levantan la cruz. Jesús clavado a la cruz, herido, muriendo, es levantado al cielo. Me recuerda a esas piedras de la iglesia de la adoración. Se elevan hacia el cielo. Como Jesús en la cruz. Como el pan en las manos de Jesús. Desde hace horas Dios es impotente frente a sus verdugos. Guarda silencio. Espera. Sólo queda su libertad para amar. Lo levantan. Izan la cruz. Y Juan se acuerda. Se acuerda de la cena, de la cena de despedida la noche anterior. Jesús levantando su cuerpo. Juan recuerda sus palabras: «Es mi cuerpo que se entrega. Es mi sangre, esa que habéis bebido y que ahora brota de mi costado traspasado». Lo que ahora, ante la cruz, sucede, lo realizó libremente Jesús ante ellos en esa cena. Es su sí. Su sí libre a partirse. A romperse. A donarse. A derramarse. Ahora las palabras se hacen vida y Juan lo comprende. No eran palabras. Eran hechos. Era el sí de hijo a la voluntad del Padre. Era el sí al amor a todos. Desde el altar de esa última cena, al altar de la cruz en el que Jesús muere como vivió. En esa noche de la cena, como luego lo hará desde la cruz, Jesús mira a los suyos. Los ama y les entrega lo más valioso que tiene, su cuerpo y su sangre. Dios tomó la condición de hombre por amor, caminó con nosotros, su cuerpo fue su templo. Tocó, pisó, miró, escuchó, abrazó, se cansó, comió con pecadores, impuso sus manos bendiciendo a tantos, palpitó su corazón de miedo y de anhelo, de amor, de nostalgia. Hoy entrega su cuerpo y su sangre. Sus signos de humanidad. Su amor al extremo es la donación de ese cuerpo que un día se encarnó en María. Se rompen los límites. Jesús, por amor, vivió con límites. En la última cena y en la cruz se rompen esos límites. Se unen lo humano y lo divino. El amor humano y el amor de Dios. Ya no hay distancia. ¡A cuántos hombres quiso Jesús tocar y no pudo! ¡A cuántos quiso perdonar y no llegó! El tiempo es limitado. No tuvo tiempo. Pero hoy Jesús se derrama para todos, más allá de los doce, más allá de ese día, para siempre. Por todos y hasta el fin del mundo. Los que vendrán, los que no le conocen, los que están lejos. Los que un día recibirán su cuerpo y su sangre. Como nosotros hoy, que nos llenamos de su presencia. Se queda con nosotros. Esta presencia nos salva. No tocamos su cuerpo en su vida en la tierra. Pero lo recibimos cada día en la eucaristía. Tocamos ese amor que nos cambia el corazón y nos enseña a amar.
Queremos ser una custodia viva que porte a Cristo. Hoy es un día para adorar, para arrodillarnos ante Jesús vivo en la custodia. Adorar es dar hueco a Dios en nuestra vida, ablandarnos ante Él, dejarle espacio. Como aquellas piedras ocultas detrás del sagrario. Para sorprendernos ante Jesús vivo en la custodia de mi cuerpo y de mi alma. Para poder ser una custodia de Jesús tengo que estar vacío de mí mismo. Para poder transparentar su rostro, tengo que esconderme en su imagen. Somos su rostro. Somos custodia viva. Pero no perdemos nuestra originalidad, nuestra belleza propia, nuestra música inconfundible. Decía Shakespeare: «Desconfía del hombre que no lleva música dentro de sí mismo». Tenemos mucha música guardada en el alma. Es la música que acompaña a Jesús en mi corazón. Mi música propia. No renunciamos a nuestro ser único. Dios nos quiere así, en nuestra belleza única, con nuestra música irrepetible. Él aprovecha nuestra música para hacer audible su melodía. Sus palabras vuelan con mi música interior. Yo pongo la música. Dios pone su Palabra. Yo pongo el cuerpo y la sangre. Él me hace volar con su soplo. Él se entrega en mi cuerpo y en mi sangre. Yo me oculto dejando ver su rostro. Me siento como esas piedras que forman una cueva en la que cabe el sagrario. Si las piedras no se hunden, no se ocultan, no habría espacio para Él. Pero con frecuencia me olvido y hago muchas cosas. Realizo tantos proyectos. Me siento importante, útil, satisfecho con todo el bien que hago. Y me olvido de lo importante. Me ven a mí y no lo ven a Él. Ven mi rostro y no el suyo. Mis capacidades y no su presencia. Oyen mi voz pero no la suya. Tal vez tengo que callar más. Y hacer lo que decía el Papa Francisco: «Para entrar en el misterio se necesita humildad, la humildad de abajarse, de apearse del pedestal de nuestro yo, tan orgulloso, de nuestra presunción; la humildad para redimensionar la propia estima, reconociendo lo que realmente somos: criaturas con virtudes y defectos, pecadores necesitados de perdón. Para entrar en el misterio hace falta este abajamiento, que es impotencia, vaciándonos de las propias idolatrías. Sin adorar no se puede entrar en el misterio». Me postro para adorar. Me humillo para alabar a Dios. Para, desde mi pequeñez, agradecer su amor imposible. Me siento débil para que Él pueda acoger mi carne frágil. Con amor, con calma. Al arrodillarnos dejamos que Jesús nos levante, nos eleve. Siendo pequeños dejamos que crezca en nosotros su amor. Cuanto más nos parezcamos a Jesús, más capaces seremos de amar como Él nos ama. Decía Albert Einstein: «El amor es la única y la última respuesta. Quizás aún no estemos preparados para fabricar una bomba de amor, un artefacto lo bastante potente para destruir todo el odio, el egoísmo y la avaricia que asolan el planeta. Sin embargo, cada individuo lleva en su interior un pequeño pero poderoso generador de amor cuya energía espera ser liberada. Cuando aprendamos a dar y recibir esta energía universal, comprobaremos que el amor todo lo vence, todo lo trasciende y todo lo puede, porque el amor es la quinta esencia de la vida». Este amor es el que queremos entregar. Ese amor de Dios en nosotros que transforma el mundo. Ese amor con el que Jesús nos enseña a amar. Su amor que se entrega. Su amor sumiso y pobre. Su amor derramado y despreciado. Su amor que nos colma de alegría. Queremos amar con su amor. Queremos ser instrumentos de ese amor silencioso que transforma el mundo.