El tiempo puede que no vuelva, pero a veces el pasado si regresa cuando menos te lo esperas. Le pasó a Mónica, nos conocimos en el autobús, ella venía de una entrevista de trabajo, y yo volvía a casa, e iba leyendo el libro que había escrito Sara, mi compañera de fatigas, en colaboración con la Asociación de Víctimas del Aborto, que se llama "Yo aborté" (VOZDEPAPEL). Estaba leyendo uno de los testimonio y unas lágrimas recorrieron mi mejilla, Mónica que iba sentada a mi lado me preguntó que si me encontraba bien, le dije que sí, pero era evidente que lo que estaba leyendo me afectaba. Me preguntó: "¿Qué estás leyendo?". Le expliqué que era un libro con historias reales de mujeres que han abortado en España. Cuando llegué a mi parada y me disponía a bajar, me preguntó "¿Podemos hablar?", y bajó conmigo. Por un momento pensé que lo que quería era consolarme, pero en realidad lo que necesitaba era hablar y desahogarse. Nos sentamos en una terraza y nos dispusimos a charlar durante una larga tarde de verano frente a unos refrescos. Me preguntó porque lloraba y le dije que a pesar de las circunstancias de cada personas cuando sufrimos el mismo acontecimiento, los destrozos son los mismo, especialmente en un aborto provocado, pues todas perdemos lo mismo: un hijo. No me dejó continuar, y me contó su historia. Ella apenas paró de hablar, era la primera vez que le contaba a alguien su historia y además a alguien desconocido: "Soy de un pueblo pequeño de Galicia, soy la cuarta de siete hermanos, mi padre trabajaba en el mar, pasaba mucho tiempo fuera de casa, y mi madre bastante tenía con cuidarnos y atender el hogar. Cuando cumplí los diez años me tocaba quedarme con mi abuela que estaba enferma en la cama, pues no podía moverse. Vivía con unos tíos hermanos de mi padre unas calles más abajo. Me gustaba ir a la casita de mi abuela, desde donde se veía el faro y los barcos de pasar. Uno de mis tíos me ayudaba con los deberes del colegio, y a pesar de las dificultades que teníamos en casa, recuerdo mi infancia feliz. Pero mi adolescencia se tornó triste y hasta que no llegué a la universidad no comprendí por qué. A los 12 años me desarrollé como mujer y tuve la mala suerte de tener los senos muy voluminosos. Mi tío Luis empezó a mirarme y a decirme cosas que yo no comprendía, aprovechaba que mi tío Juan Pedro salía de la casa, hasta que un día se atrevió….. Yo no entendía nada, no pude ni llorar, él se encargó de hacerme creer que no pasaba nada, que yo era especial y que a nadie quería más que a mí. Por un tiempo creo que incluso me gustó. Las lágrimas no dejan de recorrer mi rostro mientras revivo el asco que me producía recordarlo... Convenció a mis padres para que siguiera con los estudios, les dijo que yo era muy lista y que él se ocuparía de todos los gastos, así me trasladé a la ciudad. Allí vivía en casa de la señora Carmela, era una señora viuda hacía muchos años que no tenía hijos, y a veces hospedaba estudiantes. Se marchaba de la casa cada vez que él venía a verme. Yo rezaba tanto para que no viniera que llegó un momento que dejé de rezar y pensé que en cuanto pudiera desaparecía y no volvería nunca más. Cuando comencé la universidad mi vida empezó a cambiar, se abrió todo un mundo para mí. Empecé a enfrentarme a él, me amenazaba, pero no se porqué le dejé de tener miedo. Entonces creí que era hora de escapar, pero el día en cuestión la señora Encarna me pilló con todo preparado y no me dejó salir de la casa y le llamó. Supongo que el miedo a que me fuera, o a que le denunciara hizo que mi tío condujera más deprisa de lo debido, y para mi suerte ese día, se mató en un accidente de tráfico. Cuando me avisaron, me entró tal ataque de risa histérica que la señora tuvo que abofetearme para que reaccionara. Desde aquel día, decidí que ni una lagrima más por nadie, me dedicaría a estudiar una carrera y a largarme lo más lejos que posible de allí. Fui al entierro: necesitaba verificar que estaba muerto y enterrado. A mi familia le sorprendió que no llorara por él. Pedí que me dejaran sola en la tumba para despedirme, y cuando se fueron todos sonreí y le dije que no iba a dejar que nadie más me hiciera daño. Mi familia quería que volviera a casa, que no podían hacerse cargo de los gastos, yo le dije a la señora Carmela que me dejara quedarme que me pondría a trabajar. La señora me ayudó a buscar un trabajo por horas que me permitió estudiar, pero dos meses después descubrí que estaba embarazada. Encarna dijo que me ayudaría, pero yo no estaba dispuesta a que un hijo me truncara mi vida, nunca tendría hijos y ése no podía nacer. La señora me convenció que siguiera adelante y que lo diera en adopción a una familia rica que ella conocía, que no podían tenerlos. Así lo hice, esta familia a quien no conocí pagaba todos mis gastos, y cuando di a luz no me dejaron verlo, pero pensé que era mejor, aunque me dio un vuelco el corazón cuando escuché a una enfermera decir: “¡Vaya! Si tiene un antojo en el costado, parece una flor”. Aquellas palabras no las olvidaré nunca". Continuó con su relato, acabamos cenado e incluso tomamos una copa. "Cuando terminé la carrera de Periodismo, quería viajar e investigar, no sabía en aquel momento el qué pero no importaba, y en cuanto pude me largué. Me dediqué a viajar y a tomar notas de todo lo que me parecía interesante como noticia. Según llegaba a los lugares, trabajaba de cualquier cosa, camarera, de limpieza , de recadera, lo que fuese que me permitiera subsistir. Me cambié el nombre y olvidé quién era y de dónde venía. Esos años bohemios y locos me permitieron conocer gente de todo tipo, y cada quien con su propia historia. Un día me llevé la sorpresa de mi vida, habían pasado ocho años y me encontraba en Gerona en un pueblecito de la costa. Estaba en la playa vendiendo pulseras y collares que había hecho yo, cuando de pronto una niña se tropezó y me volví a cogerla. Me quedé sin respiración e instintivamente le di la vuelta y la abracé. La madre vino enseguida y me la quitó de las manos, me miró con cara de enfado aunque me dio las gracias y se la llevó al lugar donde estaban tomando el sol. De pronto empecé a pensar; “¿Qué ha pasado aquí?, ¿por qué he abrazado a esa niña?". Desde que di a la mía en adopción jamás me había acercado a un niño. Cerré los ojos, volví a ver a la niña en la caída y di un grito, cuando me la quitaron no le vi el rostro, pero las palabras de la enfermera resonaron en mi mente como si hubiera regresado al pasado: “¡Vaya! Si tiene un antojo en el costado, parece una flor”. "¡No puede ser, mi hija, mi hija!", pensaba yo. Seguí a la familia sin que se dieran cuenta, tenía que pensar que hacer. ¿Y si no era mi hija?, ¿y si lo era? Sin entender por qué, creí volverme loca, me las ingenié para saber quienes eran y donde vivían. Volví a la ciudad donde estudié la carrera y fui a ver a la señora Carmela para preguntarle cómo se llamaban los que se llevaron a mi hija. No quería decírmelo, pero la amenacé con contar todo lo que viví en su casa y cómo ella fue cómplice de lo que me hizo mi tío y al final me lo dijo. Desde aquel momento mi vida cambió porque, a pesar de lo que había sufrido, mi vida empezaba a tener sentido. Ahora vengo de una entrevista de trabajo, de periodista de investigación. Podré ver a mi hija siempre que quiera, aunque sea de lejos. Tengo la oportunidad de verla, o al menos de saber que está bien aunque no pueda recuperarla, y me conformo". Nos dimos los teléfonos para seguir en contacto y nos marchamos. Esa noche se me hizo muy larga, no dejaba de pensar que ella tenía la posibilidad de ver crecer a su hija aunque no pudiera decirle quién era, pero yo a mi segundo hijo no le volvería a ver nunca. Las lagrimas me dejaron exhausta y finalmente me dormí. Soñé que me encontraba correteando por el campo como cuando era niña, entre las espigas de los campos de maíz y, de pronto, alguien me entregó un bebé que me miraba y me sonreía. Lo siguiente que recuerdo es que me desperté muy tranquila y en paz. Haciendo reflexión a todo lo contado, es sorprendente como un hijo puede cambiar y dar sentido a nuestras vidas. Para Mónica, el reencuentro con su pasado le llevó hasta su hija. Para mí, su historia me hizo personalizar a mi hijo muerto y sirvió para comprender que me quedaba camino por recorrer con respecto al síndrome post-aborto. Yo pensaba que lo había superado definitivamente, pero la realidad es que cada mujer y hombre que compartía sus experiencias conmigo me enseña que la pérdida de un hijo en un aborto provocado nunca se olvida.