Hace unos días me rondaba por la cabeza una pregunta que tiene todo el sentido del mundo. Bien –me decía a mí mismo–, admitamos que el mal del mundo causado por la libertad del hombre es culpa del hombre y que ese mal tiene que ser así porque Dios “tuvo” que crearlo libre para que pudiese amarle. Pero, ¿y el dolor y el mal que provienen de las fuerzas ciegas de la naturaleza? ¿Por qué tiene que morir un niño de un cáncer? ¿Por qué un tsunami mata a cientos de miles de personas? ¿Por qué Dios permite eso? ¿No indica eso que Dios es perverso? Para contestar a esto es necesario acudir a una creencia cristiana que es la del pecado original. El Génesis nos dice, después de cada acto de creación, que todo lo creado era bueno. “Y vio Dios que era bueno”, dice reiteradamente. Al final, cuando Dios crea al ser humano dice: “Y vio Dios que era muy bueno”. Ese ser humano, al que Dios creó libremente por amor, al que por ese amor “tuvo” que crear libre para que pudiese amarle, tenía, sin duda, un poder que nosotros no tenemos para controlar las fuerzas de la naturaleza. Ese es el sentido del salmo 8 que citaba en la entrada anterior: “Lo hiciste poco inferior a un dios, coronándolo de gloria y esplendor; le diste el dominio sobre la obra de tus dedos, todo lo pusiste a sus pies[1]”. ¿Quién podría decir hoy que el hombre tiene el dominio sobre la obra de los dedos de Dios? Es verdad que hemos logrado avances tecnológicos impresionantes que nos han permitido controlar la naturaleza en cierta medida, pero aún estamos muy lejos de dominarla del todo. La enfermedad y los tsunamis seguirán causando estragos. Pero ese primer ser humano creado por Dios sí podía. Pero podía como delegado de Dios, no por su pobre constitución de criatura. Podía porque Dios le dio “el dominio sobre la obra de sus dedos”. No tenía que trabajar para ganar el pan con el sudor de su frente, no tenía que parir a los hijos con dolor, mandaba sobre los leones y los virus. Tenía, eso sí, que transformar el mundo del que se le había dado el dominio para, en el nombre de Dios, hacerlo mejor[2] y, ciertamente, no tenía que morir. Y todo eso lo podía hacer porque había un equilibrio maravilloso en todo el cosmos. Pero he aquí que ese hombre libre, decidió que quería hacer eso mismo, pero por sí solo. Y ese equilibrio que le permitía controlar a los virus y a los tsunamis, se rompió, junto con su equilibrio interno que le permitía distinguir el Bien del Mal y le daba fuerzas para obrar el Bien. Como mi cabeza funciona mejor con imágenes que con razonamientos, sugiero la siguiente: Imaginemos un arquitecto que ha diseñado una cúpula magnífica, con tal equilibrio que, a falta de la piedra de clave, se puede sujetar con un dedo. El arquitecto pide a su ayudante que, desde lo alto del andamio, puesto de pie, de puntillas, con el brazo en alto y el dedo índice extendido, sujete durante un rato la cúpula mientras va a por la piedra de clave para que se sujete sola. Cuando esté puesta –le dice– firmaremos los dos en la piedra de clave. El ayudante se presta a ello encantado. Experimentando un poco ve que cambiando alternativamente el peso de un pie a otro o moviendo unos milímetros el dedo de un sitio a otro, la cúpula vibra produciendo una música extraordinaria. Entonces aparece un ex ayudante del arquitecto que dejó de trabajar para él, furioso, cuando éste decidió contratar un segundo ayudante, el que ahora sujeta la cúpula. - Qué postura más ridícula –le dice– seguro que ha sido el arquitecto el que te ha dicho que te pongas así. - Sí, me ha dicho que sujete la cúpula mientas viene con la piedra de clave. Firmaremos los dos en ella. Y la postura no es ridícula. Así puedo hacer esta música maravillosa que escuchas. El ex ayudante hace una mueca de asco, porque detesta esa música, tan sólo porque sabe que él también la podría estar haciendo si no se hubiese ido. - ¡Qué tomadura de pelo! ¿De veras crees que va a volver? Y si acaso volviese, ¿de verdad crees que te va a dejar compartir su gloria firmando tú también? ¡Qué necio e ingenuo eres! - No tengo por qué no creerle. Le conozco desde hace años, siempre ha sido claro y honesto conmigo y, si hubiese querido, hubiese podido poner un simple palo para sujetar la cúpula. Claro que el palo no podría hacer esta música. - Ves como eres idiota. Lo hace para hacerte hacer el ridículo. Seguro que ahora te está mirando desde algún sitio y se está riendo de ti. Mira, ¿por qué no haces una cosa? Pon tú mismo el palo, firma tú solo en él y te llevarás toda la gloria. Mira, ahí tienes una vara, te la acerco. Y diciendo esto le acercó una larga estaca, pero sólo lo justo para que al cogerla tuviese que agacharse y quitar el dedo durante un segundo de la cúpula. - Pero, si cojo el palo tengo que quitar el dedo –dijo agobiado el ayudante. Sin hacer el más mínimo ademán de acercárselo, el otro le replicó. - Bueeeno, pero sólo será un abrir y cerrar de ojos. Seguro que la cúpula aguanta un segundo. ¡Venga! Y el estúpido ayudante, haciendo más caso al desconocido advenedizo que al sabio arquitecto con el que había trabajado durante años sin que ni una sola vez se hubiese sentido engañado, fue a coger la estaca. Lo hizo porque quería firmarla él solo, sin el arquitecto. Nada más quitar el dedo, la cúpula se derrumbó con estrépito, el andamio se cayó y él se dio un golpe que le dejó ciego. En ese momento volvió el arquitecto con la piedra angular. Desolación. Fin de la historia. ¿Fin? No, principio. Los seres humanos, nosotros, cuando el equilibrio de fuerzas se rompió, cuando ya no podemos dominar a los virus ni a los tsunamis, sabemos que Dios nos ha seguido diciendo cómo reconstruir la cúpula, nos ha ido dando los planos. La piedra angular es una piedra viva, Jesucristo, que trabaja, suda y muere a nuestro lado. Pero también resucita y nos sigue dando aliento, fuerza, ánimo, presente entre nosotros cada día, hasta el fin de la historia a través de los sacramentos de la Iglesia. Y lleva en sí mismo las dos firmas. La de Dios y la de hombre. Y en la firma de hombre están impresas, en la carne de esa piedra angular, todas las humillaciones, todos los dolores, todos los sufrimientos que cada hombre –tu y yo– haya podido sufrir en su vida, en toda la historia, pasada, presente y futura de la humanidad, todos los virus, todos los tsunamis y todos los Auschwitz –los causados por ti y por mí. Pero también todas las ternuras, todos los consuelos, todas las obras de misericordia hechas por todos los seres humanos –también tú y yo. Y cada hombre que quiere –seguimos siendo libres– pone su piedra en la nueva cúpula, cada hombre que quiere, pone su firma en la piedra angular. Y, al final, cuando la cúpula esté acabada de nuevo, la piedra angular, Jesucristo, ocupará su lugar en el vértice. Y desde allí, juzgará la Historia. Y todo sufrimiento será olvidado, reparado, curado. Y toda lágrima será enjugada e todo rostro[3]. “Y ya no habrá nada maldito. Será la ciudad del trono de Dios y del Cordero, en la que sus servidores le rendirán culto, contemplarán su rostro y llevarán su nombre escrito en la frente. Y ya no habrá noche; no necesitarán luz de lámparas ni la luz del sol; el Señor Dios alumbrará a sus moradores, que reinarán por los siglos de los siglos[4]”. Y una voz potente dirá: “Esta es la tienda de campaña que Dios ha montado entre los hombres. Habitará con ellos. Ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos. Enjugará las lágrimas de sus ojos y ya no habrá muerte, ni luto ni llanto ni dolor, porque todo lo viejo se ha desvanecido. Y dijo el que estaba sentado en el trono: He aquí que hago nuevas todas las cosas[5]”. Éste es nuestro Dios. Aquélla la causa del dolor producido por la naturaleza ciega. Ésta es su solución final. Hay, naturalmente, otra manera de ver las cosas. Desde hace años, una de las obras musicales que más me impresionan es el “War Requiem” de Benjamin Britten. Se estrenó en la abadía de Westminster al acabar la 2ª guerra mundial. Pone música a textos de los poemas de guerra de Wilfred Owen, un poeta inglés muerto en la 1ª guerra mundial el día antes del armisticio. Su cuaderno de poesías fue encontrado y una de ellas, que se escucha en el “War Requiem”, dice: "Cuando los tambores del tiempo hayan redoblado y callado, y desde el poniente suenen los metales en retirada, ¿restaurará la vida estos cuerpos? ¿Será cierto que la muerte será abolida y toda lágrima enjugada? ¿Se llenaran las vacías venas otra vez de vida y juventud, y se lavará la vejez con un agua de inmortalidad? Cuando pregunto a la blanca vejez, no es eso lo que dice. Mi cabeza cuelga, lastrada por la nieve. Y cuando escucho a la tierra, dice: Mi soberbio corazón tiembla, dolorido. Es la muerte. Mis viejas cicatrices no serán glorificadas, ni mis titánicas lágrimas, el mar, enjugadas". Pero aún admitiendo la alternativa escatológica cristiana, la pregunta subsiste; ¿por qué tanto sufrimiento por el camino? ¿Por qué ese Dios bueno lo permite? El sufrimiento es un misterio terrible del que sólo se puede hablar sin frivolidad descalzándose al pisar terreno sagrado. Y descalzo estoy. Al misterio del sufrimiento sólo, SÓLO, se puede responder con otro misterio. El de Dios hecho hombre para padecerlo, para hacerlo fructífero y para darle sentido. Para padecerlo; El arquitecto –Dios– podía haber elegido ayudar a los hombres a reconstruir el mundo, viéndolo desde lo alto y dándoles consejos. O reconstruyéndolo Él, quitándonos la libertad dada y haciéndonos otra vez animales. Pero no lo hizo así. Entró en la historia y no hay ni un sólo hombre que pueda decir que ha sufrido más que Él. Es más, Él ha experimentado MI –TU– sufrimiento, este que ME –que TE– oprime el corazón ahora. Para hacerlo fructífero; ese sufrimiento de Cristo, Dios encarnado, es un sufrimiento redentor, es un sufrimiento para reconstruir el mundo. No es un sufrimiento pasivo, es un sufrimiento de Dios, es un sufrimiento sobrenatural y es un sufrimiento actuante y fructífero. Para darle sentido de muchas maneras; porque yo –tú– con nuestra libertad, podemos paliarlo de mil maneras, sabiendo que al hacerlo en uno de nuestros hermanos, lo hacemos en Cristo y por lo tanto nuestros cuidados paliativos tienen un valor sobrenatural. Y, sobre todo, porque, la parte nuestra de ese resto que no pueda ser paliado, a psar de todos los esfuerzos, podemos sufrirlo activa y consoladoramente en vez de pasiva y rebeldemente. Podemos unirlo al sufrimiento sobrenatural de Cristo y que Él lo cambie de signo, lo multiplique por una cantidad incalculable y lo derrame en forma de luz sobre la humanidad en cualquier parte del mundo y en cualquier momento de la historia. De esta manera el sufrimiento no deja de ser sufrimiento pero adquiere sentido redentor. Y el sentido del sufrimiento, el hecho de que el sufrimiento tenga sentido, eso sí puede ser alegría. Elegir una u otra visión es cuestión de fe. Pero ningún no creyente puede aportar una sola razón de peso que haga la segunda más plausible que la primera. En cambio, en este blog sí pueden leerse bastantes que permiten afirmar, sin demostrarlo, que la primera es inmensamente más plausible que la segunda. Y, con la ayuda de Dios, espero poder seguir haciéndolo. Pero, al final, no es una cuestión de plausibilidad. Es una cuestión de que queramos dar el paso de la fe, realizar el acto de fe. La fe es un don sobrenatural que Dios pone al alcance de todos y cada uno de los hombres. Pero es nuestra libre voluntad la que tiene que dar el paso para aceptarla. Y, en contra de lo que muchos creen, la fe es algo racional. No en el sentido racionalista, es decir, no demostrable mediante silogismos, pero sí que se puede llegar a ver que es más razonable creer que no creer. Desde esa razonabilidad, se puede dar, o no, el paso libre de la voluntad para aceptarla. Porque, como decía santo Tomás, la gracia perfecciona la naturaleza, pero no la contradice y la razón y la libertad forman parte de nuestra naturaleza. Y si elegimos y renovamos cada día el acto de fe y ponemos cada día nuestra libertad al servicio del Bien, es decir de ordenar las cosas hacia nuestro Creador en vez de dedicarnos a sembrar el caos, podemos también paliar los efectos del dolor causado por el desequilibrio de la ciega naturaleza. Hay algo heroico en esta elección diaria. Y si hay un grupo de personas que lo hacen todos los días y dedican su vida a ello, esos son los cristianos. Porque nos ha sido dicho que en los que sufren está Jesucristo, nuestra piedra angular, y que como le tratemos a Él seremos tratados nosotros. Pero los mejores de entre nosotros no lo hacen por ambicionar una recompensa ni, mucho menos, por miedo a un castigo, pues conocen la inmensa misericordia de nuestro Dios. Lo hacen porque su recompensa es paliar el mal y el dolor del mismo Jesucristo al que realmente ven en el hermano que sufre, sea por el desorden moral causado por la libertad del hombre, sea por los efectos del desequilibrio de la ciega naturaleza. Al misterio terrible del sufrimiento humano sólo se responde con el misterio luminoso de la encarnación de Dios y del sufrimiento de Cristo. La otra opción no es respuesta, es un sinsentido. Y aceptar el sinsentido es ser irracional, inhumano. Y, lo siento, es, además, estúpido. Como he hablado del pecado original, quiero ceder la palabra sobre este tema a quien mejor puede hablar de él: al Papa Benedicto XVI, que en una de las lecciones teológicas que nos regala en sus audiencias de los miércoles se refirió a este tema. Adjunto un extracto de esta lección. El que quiera profundizar en esto del misterio de oscuridad del sufrimiento y del misterio de luz de Cristo, que lo lea. (Las negritas y los aumentos de tamaño son míos) A continuación, dejo una intervención de Benedicto XVI en la Audiencia General del 3 de diciembre de 2008 en la que aseguraba: “El mal no es intrínseco al hombre, Cristo ha triunfado sobre él” [1] Salmo 8, 6-7. [2] Cfr. Génesis 1 y Génesis 2, 17. [3] Cfr. Isaías 65 16-25 [4] Apocalipsis 22, 3-5. [5] Apocalipsis 21, 3-5