Si en su momento hablamos ya de la presencia de España en la Biblia (
pinche aquí si desea conocer sobre el tema), toca hoy hablar de la presencia de judíos en España, y es que el hecho de que España constituya desde antiguo destino favorito de la diáspora judía es algo que aparece mencionado en el mismísimo
Antiguo Testamento, en su doble denominación
Tarsis-Sefarad.
Así nos lo dice
Isaías, quien habla de
Tarsis:
“Yo vengo a reunir a todas las naciones y lenguas; vendrán y verán mi gloria. Pondré en ellos señal y enviaré de ellos algunos escapados a las naciones: a Tarsis, Put y Lud, Mésec, Ros, Túbal, Yaván” (Is. 66, 1819)
Así
Abdías, que habla de
Sefarad:
“La multitud de los deportados de Israel ocupará Canaán hasta Sarepta, y los deportados de Jerusalén que están en Sefarad ocuparán las ciudades del Negueb” (Abd. 20).
Por cierto, alguno de esos deportados especialmente ilustre, como es el caso de
Jonás, que aunque no consigue llegar, no será por no intentarlo:
“Jonás se preparó para huir a Tarsis, lejos de Yahvé. Bajó a Jope, donde encontró un barco que zarpaba para Tarsis; pagó su pasaje y se embarcó para ir con ellos a Tarsis, lejos de Yahvé. Pero Yahvé desencadenó un viento tempestuoso sobre el mar, y se desencadenó una borrasca tan violenta que el barco amenazaba naufragar” (Jonás 1, 1-4)
La presencia de judíos en España remonta, desde luego, a los desembarcos de fenicios en las costas peninsulares en el s. VII a.C., de los que tantísimos testimonios tenemos. Y aunque poco es lo que se sepa de la comunidad judía en España en los tiempos en que
Jesús de Galilea predicaba su mensaje por tierras israelitas, lo cierto es que ya debía de tener alguna importancia cuando aunque no la mencione
Jesús, sí lo hace, en cambio, el gran apóstol del judaísmo de la diáspora,
Pablo, quien con tanta claridad expresa su intención de venir a España (
pinche aquí si desea conocer las pruebas de la presencia de Pablo en España), que bien pudo concretarse en la realidad.
Amén de ello, son testigo mudo de la presencia de judíos en España dos inscripciones trilingües, escritas en hebreo, latín y griego, halladas la una en Tarragona y la otra en Tortosa, datables entre los siglos II y VI d. C., y perfectamente coincidentes con la tradición que el buen lector de esta columna ya conoce en virtud de la cual la posible visita de Pablo a España se produjo justamente en este rincón de la Península, lo que indica que en tierras mediterráneo-catalanas pudo existir una importante comunidad judía. Y junto a ellas, una inscripción sepulcral hallada en Adra, en la provincia de Almería, de una niña judía, llamada Salomonula (Salomoncita), o el ánfora con caracteres hebreos del s. I hallado en Ibiza.
Por cierto que en esa comunidad judía de los tiempos de
Jesús exiliada en España, no falta, una vez, más, un ilustre componente: ni más ni menos que el bíblico
Rey Herodes Antipas, el mismo de quien dice
Jesús que
“es un zorro” y a quien conoce poco antes de ser colgado en la cruz según relata
Lucas, el cual, como señala
Josefo en sus
Guerras Judeo-romanas,
“murió en España, a donde le había seguido su esposa” (Bell. 2, 9, 6).
En cualquier caso, todo apunta a que cuando se producen los dramáticos acontecimientos del año 70 d. C. con la destrucción del
Templo de Jerusalén por el
General Tito, luego emperador, la comunidad judía en España debe de ascender ya a varias decenas de miles de personas, una cifra que, como parece lógico pensar, volvería a multiplicarse cuando en el año 135 d.C., con la destrucción de Jerusalén por el
Emperador Adriano, -español, por cierto-, todos los judíos de Jerusalén, y presumiblemente, de todo Judea, han de tomar el petate y abandonar la Tierra Prometida.
El gran exégeta español y tesorero de los
Reyes Católicos, Isaac Abravanel, presume en sus escritos de que su linaje y el de los
Ibn Saud establecidos en Lucena eran los más antiguos de los establecidos en España entonces, y que su presencia remontaba a la destrucción del Templo.
En fecha incierta hacia el año 306 se produce en España, aunque de tipo local, uno de los más tempranos concilios cristianos, que es, en cualquier caso, el primero celebrado en España: el de Elvira, cerca de Granada. Pues bien, de sus 81 cánones, nada menos que cuatro se refieren a los judíos: el canon 16 prohíbe a las mujeres cristianas contraer matrimonio con judíos bajo pena de excomunión de cinco años para sus padres; el 49 amenaza con excomunión perpetua a los cristianos que hagan bendecir sus tierras por judíos, una práctica que parece extraña, pero que debió de adquirir cierta frecuencia como para ser recogida en los cánones del concilio; el 50 prohíbe que miembros de las dos religiones se sienten a la misma mesa; y el 78 sanciona con excomunión temporal al cristiano que cometa adulterio con una mujer judía y lo confiese, y de cinco años si en lugar de confesarlo es denunciado.
La presencia de judíos sefardíes en los tiempos del reino visigótico español no sólo es indudable, sino que es ya abrumadora, constituyendo su coexistencia con la comunidad cristiana mayoritaria uno de los temas recurrentes de los numerosos
Concilios de Toledo, órganos que transcendían lo religioso para convertirse en verdadero instrumento de gobierno de los reyes godos. Nos hallamos ya ante una comunidad perfectamente constituída y diferenciable, con una lengua, el ladino, sefardí o judeo-español, una religión y una cultura bien definida, que podríamos resumir, si me lo permiten Vds., en el hecho de que mientras los barrios cristianos olían a grasa de cerdo, las juderías olían a aceite de oliva.
Los judíos se acomodarán bien en principio a la ocupación islámica de la Península, pero el tema excede ya a la intención original de esta entrada, por lo que lo trataremos en un próximo artículo que dedicaremos a la presencia de judíos en la Península durante la época de la Reconquista. Que por hoy, me despido de Vds. no sin desearles como de costumbre, que hagan mucho bien y que no reciban menos.
©L.A.
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