Primero, he sentido el impulso de ir a consolarla... pero, después, me he dado cuenta de que, en la vida, unas veces se gana y otras se pierde, y tirarse en plancha al suelo no es una solución; así que he creído que quizás no era bueno para ella responder a esa actitud con signos de aprobación.
Un rato después, hemos subido a casa y nos hemos puesto todos en familia a jugar al karaoke, que nos divierte mucho a todos. Ha ganado un par de veces. Pero, cuando ha perdido, ha vuelto a reaccionar igual que cuando no lograba coger el balón.
Lo cierto es que no tiene nada de malo consolar a un hijo cuando siente una frustración. El problema es que quizás, de ese modo, no estamos facilitándole las herramientas para que la combata: la vida es una batalla larga, si cada vez que perdemos, buscamos la solución en una pataleta, pocas veces podremos remontar.
En los tiempos que corren, a veces a los padres nos da miedo que nuestros hijos se frustren, pierdan una partida, no les aplaudamos tanto como a sus hermanos en un momento dado... tendemos, a menudo, a recurrir al empate como solución para que todos se den por satisfechos, o a aplaudir al grupo y decir cosas como: "¡todos fenomenal!", creyendo que de ese modo haremos que todos se sientan alabados.
Sin embargo, a menudo es al contrario: si ninguno gana ni pierde, ni lo hace mejor o peor en lo virtual, solo les estamos mostrando una falsa visión de la realidad, donde todos destacamos por cosas buenas o malas. Como dicen en Los Increíbles, una película que me parece encantadora: "no dejan de inventarse formas de premiar la mediocridad". Si premiamos a los niños sin merecerlo o buscamos que nunca sean conscientes de que han perdido, impedimos -desde la tierna infancia- que aprendan tres cosas:
Una, a esforzarse al máximo en lo que hacen, a tender a la excelencia.
Dos, que si no son los mejores en algo no pasa nada, siempre que se haya puesto el esfuerzo debido. No es malo perder o fracasar, lo malo es ser mediocre, no poner toda la carne en el asador.
Y tres: a ser humildes y alegrarse también por los éxitos de los demás. Cuando yo pierdo, otro gana, y también esa victoria y ese esfuerzo merecen ser reconocidos.
¿No es mucho más educativo aprender todo eso, aunque duela un poquito, que mantener una mentira en la que no dejamos que destaque nadie con tal de no herir a los demás?
Además, de la misma forma, cuando ganen, el sabor de la victoria será mucho más dulce y agradable, porque será verdadero, auténtico; y la satisfacción mucho más grande.
Así que le he dicho: "¡levanta, Susi! ¡No pasa nada! No es malo perder, lo importante es que lo hagas lo mejor que puedes". Creo que es una de las muchas oportunidades que tenemos de hacer de nuestros hijos, -por pequeños que nos puedan parecer-, niños fuertes, preparados para la adversidad, es decir, para la vida. Y, por lo tanto, felices.