Me duele España.
Sé que, en este país, hablar de sentimientos patrios es exponerse a ser tildado de “facha”. Muchos creen que son las secuelas de la dictadura franquista, pero es algo que viene de más lejos. Es ese eterno complejo para reconocer nuestras victorias, nuestros logros, y enorgullecernos de ellos. Es la manía por querer reescribir nuestra historia, magnificando nuestros errores, olvidando nuestras grandezas, y adaptándola a lo que hoy nos convenga. Es la costumbre de tratar con penurias y olvido a nuestros héroes, que sólo fuera de su país han podido tener reconocimiento.
El bochornoso espectáculo de la manida pitada al himno se ha labrado durante décadas; hoy pagamos el precio de la distorsionada historia que los reinos de taifas las comunidades autónomas han inventado para generaciones enteras. Y así, todo un estadio de fútbol puede llenarse con una ingente masa aleccionada en el odio al “opresor”, a su propia nación.
Mirando a nuestros políticos uno no puede sino decir “qué podemos esperar”. Yo crecí viendo en el telediario los escándalos de corrupción del PSOE. Mis hijos lo hacen viendo los del PP. Resulta francamente insoportable, insufrible. Pero es que más allá de la corrupción generalizada, podemos apreciar que con el paso de las generaciones, la incapacidad, rozando la ineptitud, de aquellos que alcanzan el poder o aspiran a él, es escandalosamente desesperanzadora.
No sé en qué punto del camino perdimos el derecho a soñar con algo mejor para los ciudadanos de este país. No sé cuándo nos extraviamos, viéndonos abocados a elegir entre corruptos que nos guían con más pena que gloria, o neo-libertadores que aspiran a importar la ruina en la que otros ya se enlodazaron.
Sí sé que, aunque no esté de moda, es de buen cristiano amar a la propia nación. Y con ella, a esos millones de personas con las que compartimos una historia, unas costumbres, un idioma, un pedazo de tierra que llamamos hogar. Pues al igual que lo hace la familia en la que crecemos, también contribuye esta tierra nuestra a forjar la clase de hombres y mujeres que somos, y que serán nuestros hijos. Con los padres se puede discutir, y mucho. Escupirles es de desalmados. Con la patria no es muy diferente.
Y aún más: si yo soy cristiano, es porque mis padres lo son. Y porque mis abuelos lo fueron antes que ellos. Y porque España lo es, o al menos lo fue, durante siglos. Y estoy orgulloso de una España que, desde que nació como país, lo hizo abrazada al cristianismo. Y francamente sueño con una España que, desde Finisterre hasta el Cabo de Gata, vuelva a exaltar el nombre de Cristo Jesús. Ésa sí sería una España admirada por el mundo entero; no por su economía liberal, conservadora o extremista, sino por su fe. Es el más cierto camino para el fin de toda crisis, para hacer de ésta una tierra nueva, para aspirar a un cielo nuevo: el único que es real, que no dependerá de quien lo pueda prometer y prometa, y que nos unirá a todos en un solo y definitivo reino. Los pitos quedarán para otro sitio… allí cantaremos alabanzas al Rey.