Un joven sacerdote pidió a un amigo suyo que fuera con su guitarra a cantar en las misas de primeras comuniones de su parroquia, en cuatro o cinco celebraciones distintas, sabedor de que su intervención contribuiría a realzar un acto tan importante en el calendario parroquial. Además le pidió unos cantos concretos de los cuales su amigo desconocía la mitad, por lo que tuvo que dedicar un tiempo para aprenderlos.
Después de la segunda de las celebraciones el sacerdote se acercó a su amigo y le dijo que cuando terminase todo le gratificaría con una cantidad en metálico, a lo que este se negó. Le dijo que si quería gratificarle lo hiciese “en especie” con una estampita del titular de la parroquia o invitándolo a comer o a tomar algo en el bar de al lado, pero que él no pensaba cobrar por cantarles a unos niños en su primera comunión.
Al cabo de un rato el músico se acordó de una cosa y le dijo al sacerdote que había un dinero que sí que le cobraría. Esa mañana al ser domingo, cuando se dirigía al templo, comprobó que la frecuencia de autobuses urbanos en la ciudad era menor que un día laborable y temiendo llegar tarde había tomado un taxi, así que le dijo que, ya que se había ofrecido a una compensación en metálico, el importe de ese desplazamiento sí que se lo cobraría. El cura le respondió que esa actitud era signo de falta de humildad, que si simplemente hubiese aceptado el pago en metálico que le ofreció de primeras, no habría tenido que pedirle eso.
El músico se sintió muy triste. No entendía tal acusación. Él, un hombre creyente, tenía claro que cuando alguien la Iglesia le pedía un servicio, ya fuese puntual o prolongado, respondería desde su libertad y desde la gratuidad. En este caso, ya que no estaba dispuesto a cobrar si que procuraría no tener que pagar, por eso cuando le ofreció la compensación solo quiso el importe del desplazamiento que había abonado de su bolsillo, de otra manera ni lo hubiese mencionado. Pero que el sacerdote entendiese que eso era por una falta de humildad le pesaba. ¿Le había juzgado de forma precipitada? ¿Era una falta de humildad no querer cobrar un dinero por un servicio prestado a la Iglesia?
¿O quizás- y eso sería lo más grave- tendría el cura un gatillo demasiado suelto a la hora de ir emitiendo juicios?. Le preocupaba que con una actitud así pudiera disgustar y causar malestar a otros, aunque se consoló pensando por un lado en la juventud del sacerdote, que apenas contaba con un año desde su ordenación, sabiendo que el discernimiento, como todas las virtudes, necesita tiempo para su maduración y perfeccionamiento. Y por otra parte se lo había dicho en la confianza de los amigos, con lo que pensaba que de normal sería más comedido con sus feligreses.
En otra ocasión el mismo músico participaba en un foro de internet de música cristiana. Un día leyó un mensaje sobre la realización de un festival de música gospel en una población cercana a la suya y se alegró. El era una gran amante de ese tipo de música y en la mayoría de ocasiones sólo podría seguirla por internet. Abrió el post para ver los detalles del mismo y se encontró con la desagradable sorpresa, al menos para él, que en realidad no se trataba de lo que anunciaba, sino de un concierto con grupos protestantes, ninguno de los cuales para más inri hacía música gospel.
Disgustado contestó en el post, de forma educada pero contundente, diciendo que le parecía incorrecto anunciar una evento con unas características distintas a lo que en realidad se trataba. El que había escrito el mensaje en lugar de disculparse se reafirmó diciendo que la música gospel era toda aquella que tuviese un contenido espiritual. El músico le replicó diciendo que eso no era así, que la música gospel tenía una serie de características concretas que la diferenciaban de otros géneros musicales. Para su sorpresa uno de los administradores bloqueó su acceso a perpetuidad en dicho foro acusándolo de creerse “juez de todo y de todos”. Se le quedó cara de tonto... ¿quién juzgaba a quien? ¿el que denunciaba una falsedad o los que le juzgaban por hacerlo?. Pese a su protesta y la reclamación a otros administradores no consiguió que le levantasen el veto.
El refranero español, tan sabio como ningún otro, afirma que hay que “decir el pecado pero no el pecador”. Haciendo una traslación al plano moral sobre el juicio podríamos decir que se debe “juzgar el pecado pero no el pecador”, aunque hasta eso mismo es relativo, delicadamente relativo. Veamos, yo no podré ni deberé juzgar a una prostituta ni a sus clientes, sólo Dios sabe cuales son los condicionantes morales, familiares, económicos, psicológicos... que llevan a una persona a ejercer tal actividad. Lo que sí que diré claramente es que la prostitución es un acto gravemente ilícito que convierte el acto sexual, don de Dios para la donación al otro y a la vida, en una simple mercancía y a la mujer en un objeto, en un mero orificio (perdón por el grafismo).
Y si alguien me pidiera consejo sobre la conveniencia de dedicarse a tal actividad o a contratar este tipo de servicios le diría que huyese como del fuego. ¿Pero por qué relativo? Porque si en lugar de requerir mi consejo alguien viniera y me dijera que ejerce ese oficio porque le da la gana y no piensa cambiarlo por otro menos remunerado, o que contrata los favores de una profesional porque le gusta y hace con su dinero lo que quiere, podría decirle de la misma forma que están haciendo muy mal, haciéndose daño a si mismos, destruyendo su dignidad aún sin saberlo y condenándose en un cuerpo que dejaría de ser templo el Espíritu (es una forma de hablar) para convertirse en un contenedor de basura.
Igualmente sucede a la hora de condenar el aborto, por ejemplo. Si afirmo en cualquier foro lo que es una simple evidencia científica, que el aborto no es más que la muerte provocada de un ser humano inocente e indefenso, algún tonto (por no decir otra cosa) saldrá diciéndome que he llamado asesinas a las mujeres y otras estupideces similares. Ciertamente los que así afirman o creen que todas las mujeres abortan o en realidad lo dicen por pura malicia. Porque el hecho es que creo (o quiero creer) que la mujer en un aborto es otra víctima más en la mayoría de los casos, me cuesta difícil de concebir que una mujer gestante es capaz de consentir la muerte del hijo de sus seno como quien accede a sacarse una muela. Pero vamos, no me importaría decirle cuatro cosas no muy conformes a la buena educación a todos esos pseudomédicos y empresarios de la muerte que se lucran con tal crimen.
Añadamos todos los ejemplos que queramos: la explotación laboral, la promiscuidad, el enriquecimiento ilícito, el juego, las relaciones con personas del mismo sexo, la violencia...
¿Cuál es la clave pues? ¿cómo podemos saber cuando estamos corrigiendo fraternalmente, cuando estamos condenando una injusticia y cuando estamos cayendo en el pecado del juicio?. La respuesta es tan simple o complicada como podamos entenderla, ya que la clave está en considerar que a la hora de realizar una valoración yo no soy mejor que el otro, que el otro es hijo de Dios como yo y, como yo, pecador que necesita de conversión y que si mi pecado no es tan escandaloso como el suyo es por pura gracia de Dios que no levanta su mano de mi, no por ningún mérito mío. ¿se entiende esto? Si es así enhorabuena... a mí mismo me cuesta de entender muchas veces y también se me puede ir el gatillo de forma fácil.