Hoy en día vivimos la construcción de muchas Torres de Babel. Algunas dentro de la Iglesia, pero la mayoría son construcciones ideológicas de la sociedad con el objeto de dominarnos y hacernos sufrir. El lenguaje es el campo de batalla. Ya no podemos comunicarnos de forma clara, porque las palabras han ido cambiando de significado, lenta e inexorablemente.
Hablar de matrimonio es hablar de un contrato civil con capacidad de revocarse en cualquier momento. Esto hace que cada vez menos personas deseen casarse, ya que el matrimonio se ha convertido en un simulacro oficial, que esconde una relación temporal. Para eso mejor convivir y que el estado no te tenga vigilado. Tampoco hay una relación directa entre matrimonio y familia. Tampoco los niños tienen razón de tener un padre y una madre. Como me decía hace unas horas una chica en Twitter, todo depende de “cómo definamos padre y madre”.
Dialogar no compromete a quienes lo hacen al respeto mutuo, sino al respeto de lo que estima es “políticamente correcto” y está bien visto por los grupos de presión progresistas. Es posible invocar los derechos humanos para denigrarte mientras se les llena la boca de legalidad y derechos de unos sobre otros. Por desgracia, todo derecho no natural, termina siendo un privilegio de un grupo de personas sobre otro. Hoy en día ya sabemos quienes ganan derechos en contra de nosotros.
Pentecostés: viento y fuego del Espíritu Santo fundan la Iglesia. Esta no nace de una decisión autónoma, ni es producto de una voluntad humana, sino creación del Espíritu Santo. Este Espíritu es la superación del espíritu babilónico del mundo. La voluntad humana de poder como se expresa en Babilonia tiende a la uniformidad, pues se trata de dominar y de someter, y por eso precisamente suscita odio y división. En cambio, el Espíritu de Dios es Amor, y por ello suscita reconocimiento y crea unidad, en la aceptación de la diversidad y la multiplicidad de lenguas se comprenden recíprocamente. (J. Ratzinger. La Iglesia, 3)
Hoy en día se entiende que la diversidad es un valor. Por desgracia esto ocurre hasta dentro de la Iglesia. Un aparente valor que se utiliza para separarnos y discriminar. La diversidad es una realidad que debe ser iluminada por el Espíritu Santo. Si el Espíritu Santo no une en fraternidad a la diversidad, los dones del Espíritu no pueden fructificar. Los carismas son regalos de Dios para que los utilicemos en beneficio de la comunidad.
Oye cómo habla Pablo y cómo pone la virtud por encima de los milagros: Emulad —dice— los carismas del espíritu. Y aún os quiero mostrar un camino de todo punto excelente (1 Cor 12,31). Y cuando viene a describirnos ese camino, no nos habla ni de resurrección de muertos, ni de curación de leprosos, ni de cosa semejante. En lugar de todo eso, pone el Apóstol la caridad. (San Juan Crisóstomo. Homilía 32 sobre el Evangelio de San Mateo)
El objetivo y finalidad de los carismas es comunicar el Amor entre nosotros, no la separación y la indiferencia. A veces entendemos los carismas como propiedad personal, de grupos o de movimientos determinados. Los encerramos en estos ámbitos y con ello, hacemos imposible que el Espíritu Santo los ilumine y les haga fructificar. “el Espíritu de Dios es Amor, y por ello suscita reconocimiento y crea unidad, en la aceptación de la diversidad y la multiplicidad de lenguas se comprenden recíprocamente”
El gran desafío que cristianos y católicos en particular, es hablar el mismo lenguaje. Un mismo lenguaje que nos permita trabajar juntos en aquello que Dios nos propone. Un lenguaje que no sea utilizado para crear Torres de Babel. Un lenguaje que pueda ser utilizado para difundir el Evangelio a la sociedad. Ahora mismo se ríen de nosotros. Hablamos de unidad y verdad y entre nosotros mismos no logramos entendernos.
Un lenguaje que ponga en evidencia cómo se ha pervertido el lenguaje de la sociedad, dando lugar a la imposibilidad de dialogar. Un lenguaje que señale las cartas marcadas con las que la sociedad juega para engañarnos. Por ejemplo, la palabras igualdad o equidad se utilizan de forma sesgada para dominarnos y homogeneizarnos. Se nos ofrece la diversidad de las apariencias a condición de que aceptemos vender nuestro ser al mundo. Homogéneos en el ser, carentes de carismas y dones de Dios, pero libres para decir que somos lo que nos dé la gana.
Comprendo que el desafío que presento es un desafío cultural de primera magnitud. Necesitaríamos de intelectuales y universidades dispuestas a trabajar en esto. Necesitaríamos que los católicos dejáramos de ocultarnos en la mediocridad socio-cultural que nos rodea. Esto no lo puede lograr ningún ser humano. Sólo Cristo puede enviarnos de nuevo el Espíritu Santo para hacer posible este milagro. La gran pregunta es: ¿estamos dispuestos a aceptar el Espíritu como lo hicieron los Apóstoles en su momento?