Encadenado.
Así me encuentro camino a Valencia. Atado a un poste de la trasera de una posada maloliente. Con los pies ensangrentados por el largo camino recorrido desde Zaragoza. A mi lado, esposado a otro poste, yace quejumbroso mi obispo y mentor, Valerio. Dudo mucho de que el pobre anciano llegue vivo a nuestro destino. En Valencia nos espera Daciano, el prefecto romano que ha ordenado nuestro arresto. Tengo ganas de conocer al diablo que con su odio a los cristianos, ha decretado mi tortura y mi muerte y va a permitir mi encuentro en la patria celestial con mi Señor. Tengo ganas de mirarle a la cara y recitarle con orgullo mi fe. Tengo ganas de amarle y de perdonarle. Las palabras de Jesús resuenan en mi interior, porque es allí donde se encuentra él: “amad a vuestros enemigos, bendecid a quienes os persigan…”. Tengo ganas de en medio de la tortura poder gritar: “Padre, perdónale porque no sabe lo que hace”, porque en ese momento sabré que las puertas del cielo se abrirán para mí definitivamente, cómo se le abrieron a mi patrón, el diácono San Esteban, mientras le lapidaban sus hermanos. En ese momento habitará en mí, más que nunca, el mismo Jesucristo, que amará y perdonará una vez más a sus verdugos.
El amor es la única respuesta.
Una cucaracha sube por los eslabones de mis cadenas. Inocente y ajena al mal del ser humano, olfatea la sangre de mi pies, el olor y el sabor a sal del sudor de mi piel. Al abrigo de la noche y de mi fatiga abrumadora, campa tranquila por mis rodillas despedazadas, mientras capta con sus antenas el quejido cercano de mi obispo Valerio.
Yo ando entre grilletes pero la palabra de Dios no está encadenada. He tenido el honor de haber podido leer y predicar el evangelio, la palabra más sublime que existe. El día en que mi obispo me encargó el oficio de predicar en su lugar, por su impedimento físico, fue el más feliz de mi vida y comprendí que era el designio de los cielos y la meta de mi vida: poder predicar de las cosas celestiales. No he hecho otra cosa que hablar desde el corazón, gritar a los cuatro vientos el amor de Dios para con el hombre, porque eso es lo que yo he vivido. No hay mejor predicación que la vivida, no hay mayor honor que cantar las hazañas del Señor experimentadas en primera persona. He sido vocero real y altavoz angélico. No me cabe una mejor manera de haber gastado mi vida. Resuena en mi interior aquellas palabras de Juan: “Soy la voz que clama en el desierto, allanad el camino al Señor” y como él comprendió, yo también entiendo: “yo debo menguar para que él crezca”. Sí, ha llegado el momento de desaparecer, de deshacerme, de diluirme para que Jesús tome completa posesión de mí y pueda afrontar mi final con su firmeza y con su amor.
—Vicente —, susurra con quebrantada voz mi obispo.
—Dime, padre — contesto con solicitud.
—Lo siento.
—No, no lo sientas. Este era mi destino y así lo quieren los cielos. No eres tú el responsable de mi camino, solo me ayudaste a recorrerlo y me diste la oportunidad de cantar las bondades celestiales y pregonar la palabra, la cosa más excelsa que puede esperar un diácono. La llamada fue del Señor y tú supiste cuidarla y favorecerla. Y si hoy estamos aquí no es para lamentarse sino para dar la rúbrica a una vida bien empleada y morir por nuestra fe. No lo sientas, al contrario… te doy las gracias.
La puerta trasera de la posada chirría con estruendo dejando ver a uno de nuestros carceleros con la cara pegada y bostezando groseramente con su enorme boca desdentada. El romano viene directo hacia mí y me sacude un revés que me hace saltar una muela. Acto seguido, hurgando entre sus piernas, se sonríe mientras le cae la baba por la barbilla y micciona sobre mi cabeza.
—Quieto, no pegues al viejo tartamudo o no llegará—mi torturador grita a otro soldado que ha aparecido tras él y pretendía cometer la misma hazaña con el otro prisionero—, Daciano los quiere quebrantados pero vivos. Sacude a éste que es más joven y aguantará mas.
Mientras mi boca ensangrentada reposa sobre la arena y el invitado se acerca alegre dispuesto a pateármela, alcanzo a ver en el horizonte las primeras luces del amanecer. El alba nos alcanza como nos alcanza Cristo. Yo estoy encadenado pero su palabra no lo está y alcanza a todo aquel que quiera abrirle sus puertas.
Tengo cadenas pero soy libre.
Soy libre porque amo.
Amo porque soy amado.
El amor es la única respuesta.
Soy el diácono Vicente, estamos en el año 303 de nuestro Señor y me llevan preso ante Daciano que me torturará y me matará por ser cristiano, siguiendo el decreto del emperador Diocleciano.
Estoy dispuesto.
Se engaña, ese hombre cruel, si cree afligirme al destrozar mi cuerpo. Hay dentro de mí un ser libre y sereno que nadie puede violar. Él intentará destruir un vaso de arcilla, destinado a romperse, pero en vano se esforzará por tocar lo que está dentro, que sólo está sujeto a Dios.
“Mas ¿qué dice? Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe que predicamos: Que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación” (ROM 10, 8-10)
Dedicado a mis compañeros candidatos al diaconado (permanente) próximos a su inminente ordenación: David Corregidor y Daniel Jiménez