A continuación, tras el coro, el tenor, en la misma línea, volverá a decir, refiriéndose a Jesús, lo que en el Salmo se dice en primera persona:

La afrenta le ha destrozado el corazón y desfallece. Esperó compasión y no la hubo; consoladores y no los encontró (Sal 69, 21).

En estas palabras seguimos contemplando a Jesús y, al mismo tiempo, nos vemos también en ellas. Él se ha entregado por entero, el Amor es lo único que sabe hacer. No se ha protegido, se ha dado desnudo desde el centro de sí mismo, desde su corazón. Y este se ha encontrado con la punta de una lanza como respuesta. Pero el soldado que le atravesó el costado somos tú y yo. Nuestras afrentas son la lanzada que obtuvo por respuesta. La primera palabra, en el diálogo de amor con los hombres, encontró como respuesta el rechazo. Adán creyó que podía construir su vida sin Dios. Nosotros creemos con frecuencia que también podemos prescindir de que el Amor divino sea el suelo sobre el que edificar nuestra existencia. Pero lejos de hacer una sólida construcción, nuestra vida queda asentada sobre la arena. Y no solamente eso, el mal que hemos ocasionado, como riada, revierte sobre nosotros llevándose por delante lo que creíamos haber edificado. Pero el Amor de Dios, aunque no haya encontrado reciprocidad; aunque viniendo a traer consuelo a nuestras fatigas, haya encontrado desolación por nuestra parte; aunque viniendo a compadecerse, le hayamos respondido con nuestra contra-pasión; lejos de extinguirse, nos da un corazón destrozado convertido en fuente de vida. Este espejo en el que nos miramos nos dice cómo hemos sido lanzada. Pero también nos muestra la posibilidad de, saciando nuestra sed en ese manantial, ser con-soladores y con-padecedores suyos. La posibilidad de ser otro Cristo a quien con Él le destrocen el corazón. Continuaremos.