De nuevo, la soprano, Se va a servir de palabras del cuarto cántico del Siervo de YHWH para referirse, ya no a la pasión, sino a la muerte de Jesús:
Lo arrancaron de la tierra de los vivos, por los pecados de mi pueblo lo hirieron (Is 53,8).
Tal y como Dios anunció por medio de los profetas, Jesús murió realmente. Esto a lo largo de la Historia ha sido motivo de escándalo, porque pone en entredicho nuestra idea de Dios y, en general, de la realidad. ¿Puede Dios permitir que el justo sea asesinado? ¿Cuál es la justicia en esta vida? ¿Puede morir el Hijo de Dios? La muerte de Jesús no fue una ficción en ningún sentido. Era hombre y como tal murió. Su muerte, como suceso, no es distinta a las de los otros hombres. Aunque como hecho sí lo sea. Jesús quiso morir con toda su voluntad, su muerte no fue algo que le pasó, sino que fue un acto suyo totalmente querido por Él. Los agentes serían otros, todos los que confabularon, pero el actor y el autor de su muerte lo fue Él en plenitud. Por muy asesinado que fuera, su muerte ha sido la menos pasiva y la más activa. Pero además, como hecho humano, no como simple suceso biológico, lo fue con una finalidad, para la salvación de todos los hombres. La muerte de los hombres es siempre una interrogación respecto al destino. En unos casos, estará teñida de dudas, hasta puede darse la desesperación; en otros, habrá esperanza, en distintos grados según los casos, en la vida eterna. Jesús muere totalmente y plenamente muere en las manos del Padre, no solamente por la entrega absoluta de su voluntad humana al designio divino, sino por su constitución ontológica. Muere el hombre, pero quien muere es el Hijo de Dios y su muerte, como todo lo suyo, es del Padre. Las tres divinas personas están las unas en las otras y la humanidad de Jesús está unida hipostáticamente a una de ellas, a la persona del Verbo. La muerte de Jesús es la de un hombre, es un acontecimiento histórico, pero también tiene una dimensión trinitaria. Continuaremos.