Vivimos tiempos de gran dureza. Tiempos en donde nada es estable y duradero. Todo cambia a gran velocidad. Todo se considera adaptable o personalizable. La vida parece ser como arena que cae entre nuestros dedos, aunque la apretemos con fuerza. Cada día nos sentimos más alejados entre nosotros, porque cada cual vive su vida y la interpreta desde sí mismo.

¿Tiene sentido el Evangelio que nos legó Cristo? Para gran cantidad de creyentes, el fe es sentimental y personal. Parece que no podemos agarrarnos a nada estable para escapar de la corriente que nos hace estrellarnos con las rocas de la vida. Hemos olvidado que la Buena Noticia es precisamente que todo y todos tenemos sentido en Cristo. Cristo es la Roca sobre la que construir nuestra vida, la Piedra Angular que sostiene el arco sobre el que se eleva la construcción de nuestra vida.

Por tanto, cualquiera que oye estas palabras mías y las pone en práctica, será semejante a un hombre sabio que edificó su casa sobre la roca; 25y cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y azotaron aquella casa; pero no se cayó, porque había sido fundada sobre la roca (Mt 7, 24-25)

Necesitamos la Luz, que es Cristo. Necesitamos que nos tome de la mano y nos conduzca hacia la Verdad. No somos capaces de encontrar a Dios por nosotros mismos. Nuestros ojos están deslumbrados con las luces del mundo que nos rodea. Pero Cristo no se olvida de nosotros.

San Simeón señala que no podemos esperar poseer la Luz, porque lo que la Luz desea es que nosotros le pertenezcamos. Por eso la Luz desaparece cuando la queremos poseer y utilizar. Entonces nos encontramos de nuevo en la oscuridad. Cuando recobramos la docilidad y la humildad, de nuevo la Luz aparece para llevarnos de la mano hacia adelante.

Esta Luz nos conduce de la mano, nos fortifica, nos enseña, mostrándose y desapareciéndose cuando tenemos necesidad de ella. No está cuando queremos –eso es sólo para los perfectos- sino que viene en nuestra ayuda, cuando estamos perturbados y completamente agotados. Aparece y la veo desde lejos y me concede sentirla en mi corazón. Grito hasta ahogarme, de tanto que la quiero retener, pero todo es noche, y están vacías mis pobres manos. Lo olvido todo, me siento y lloro, desesperado por verla otra vez. Cuando he llorado mucho y consigo parar, entonces, viene misteriosamente, me coge la cabeza, y me deshago llorando sin saber que está allí iluminando mi espíritu con una dulcísima luz. (Simeón el Nuevo Teólogo. Himno 18)