El incendio de la Magdalena
Su hermana Eloísa, una vez más, nos sirve de interlocutora validísima con los recuerdos que narró sobre lo vivido junto a su hermano.
No olvidaremos nunca el macabro espectáculo que nuestros ojos vieron la víspera de Santiago: aquella noche iluminada por los fulgores siniestros de templos, maravillas de arte, que se convertían en pavesas.
A los oídos de don Juan llegaron estas voces:
-¡Está ardiendo la Magdalena!
Él exclama:
-Eloísa, ¡sube a ver qué pasa!
-¡Sí, es verdad!, contesta su hermana. Sube rápidamente a la azotea.
Momentos indescriptibles. Entre sollozos, don Juan exclama:
¡Jesús mío, tú entre llamas! ¡Hasta en el fuego! Yo soy el culpable de todas estas cosas; Señor, piedad, piedad para todos, más ofuscados que culpables…
En esto cae la techumbre de la iglesia y se oyó claro y distinto el metálico sonido de dos campanas.
¡Por última vez, dijo él, oyen mis oídos esas campanas queridas de la iglesia donde me bautizaron, donde canté mi primera misa, donde hubieran salmodiado el Oficio de difuntos el día de mi entierro! ¡Ya no tocarán más, nunca las volveré a oír!
Su hermana Eloísa, una vez más, nos sirve de interlocutora validísima con los recuerdos que narró sobre lo vivido junto a su hermano.
No olvidaremos nunca el macabro espectáculo que nuestros ojos vieron la víspera de Santiago: aquella noche iluminada por los fulgores siniestros de templos, maravillas de arte, que se convertían en pavesas.
A los oídos de don Juan llegaron estas voces:
-¡Está ardiendo la Magdalena!
Él exclama:
-Eloísa, ¡sube a ver qué pasa!
-¡Sí, es verdad!, contesta su hermana. Sube rápidamente a la azotea.
Momentos indescriptibles. Entre sollozos, don Juan exclama:
¡Jesús mío, tú entre llamas! ¡Hasta en el fuego! Yo soy el culpable de todas estas cosas; Señor, piedad, piedad para todos, más ofuscados que culpables…
En esto cae la techumbre de la iglesia y se oyó claro y distinto el metálico sonido de dos campanas.
¡Por última vez, dijo él, oyen mis oídos esas campanas queridas de la iglesia donde me bautizaron, donde canté mi primera misa, donde hubieran salmodiado el Oficio de difuntos el día de mi entierro! ¡Ya no tocarán más, nunca las volveré a oír!
Pasos de Semana Santa (con el famoso Cristo de las Aguas) de la Iglesia de la Magdalena, destruidos durante el incendio. Precisamente el mes pasado, Eduardo Sánchez Butragueño, colgaba esta foto en su magnífico blog:
http://toledoolvidado.blogspot.com.es/2015/03/la-semana-santa-en-toledo.html
Profundamente conmovido, su corazón de exquisita sensibilidad, no pudiendo resistir tan duro golpe, le hace perder el sentido y caer desmayado.
A la par, junto a los incendios, los asesinatos han empezado y son ya varios los sacerdotes que han derramado su sangre. Durante aquellos días, por la calle se escucharon con frecuencia estos gritos:
-¡Camaradas, venimos de dar el paseo a un cura!”.
Don Juan lo sabe y está triste. Sí, muy triste, sus palabras nos ponen de manifiesto los sentimientos íntimos de su noble alma:
-Eloísa, ¿no vienen por mí? ¡Señor, yo no soy digno de derramar mi sangre! ¡Cuánto tardan! ¿No se acordarán de mí? ¡Como soy tan gran pecador, no merezco tanta dicha!
31 de julio, cuatro de la tarde
A esta hora los milicianos llaman a su puerta. Su hermana abre y ve dos hombres demasiado conocidos en su casa. Sí, recuerda bien que su hermano le había pagado el entierro al padre de uno de ellos y la dote a su hermana para que se casara; y que el otro llevaba siete años trabajando en su casa. Le dijeron:
-Eloísa, podremos pasar a tu casa a buscar a tu hermano, porque siempre nos hemos tratado con mucha franqueza.
-¿Para qué le queréis si no está?
En ese momento don Juan sale de su habitación y dice a los milicianos:
-¿A quién buscáis? ¿A mí? ¡Aquí me tenéis!
-Vente con nosotros, le dicen, para prestar declaración; pero, vístete que de cura no te queremos, de paisano, ¿eh?
Don Juan no tiene traje de paisano y se pone uno de su cuñado. Osmundo Sanchís Sanchís, esposo de Eloísa, trabajó como factor telegrafista, oficial del Catastro de Riquezas Rústicas de Toledo y luego como Maestro aparejador de Monumentos. Osmundo presenció la detención de su cuñado y cómo su esposa tuvo que adaptarle uno de sus trajes para ir así a la muerte.
Así pues, su hermana se lo arregla un poco y le pone unos imperdibles que no acierta a prender; él lo advierte y le dice:
-Pero hermana, cómo rehílas; tranquilízate. ¡Quién te iba a decir que me amortajarías en vida!
Va sacando de los bolsillos lo que lleva encima, a la vez que le dice a su hermana:
-Sé buena; te pido por favor que los perdones, no los mires mal; si algo te queda, repártelo con sus hijos.
¡Cuánta ternura había en sus palabras! Mientras termina, coge una virgencita de Lourdes y la besa. Eloísa, llorando, se arrodilla ante los milicianos y les dice:
-¡Déjenme a mi hermano!, ¡Déjenme a mi hermano!; yo les daré cuanto quieran, cuanto tengo.
Don Juan, mientras la incorpora, le dice:
-Hija, deja, si lo que quieren son los cuerpos, son los cuerpos.
Abrazándolos se despide de ellos y baja la escalera, con las manos juntas, mientras ora. Con grosería inconcebible, un miliciano le da un golpe para separárselas, a la vez que le dice:
-¡Anda tira "pa’lante"!
En la calle le esperan otros siete con innegables muestras de placer. Uno de ellos le espeta:
-¡Anda, guapo, que ya llegó la hora de que cayeras en nuestras manos!
En la esquina de Chapinería, mirando hacia la capilla del Sagrario, se despide de su patrona la Morenita, Nuestra Señora del Sagrario, santiguándose. También esto incomodó a sus captores, que le propinaron un fuerte golpe con el fusil y le llenaron de injurias.
En el camino se encuentra con un sobrino que le pregunta:
-¿A dónde va usted, tío?
-Ya lo ves, hijo mío, a donde van los demás, responde.
Son sus últimas palabras. A las cinco de la tarde, en el Paseo del Tránsito, su cuerpo cae acribillado a balazos. Lo fusilan junto al cadáver del beato Ricardo Plá, que desde ayer está tendido en el suelo. Qué pensamientos inspira antes de morir la presencia de aquel cuerpo sacerdotal: junto a un joven sacerdote mártir, ahora él también se entrega. Acribillado por las balas de los milicianos cae muerto en el acto. Luego profanan el cuerpo de Don Juan poniéndole un cigarro en la boca, ¡él que no había fumado nunca!
Tras el asesinato, regresaron los asesinos para desvalijar la casa. Al día siguiente, 1 de agosto, se cumpliría la profecía que Don Juan había hecho meses:
-Los demás moriremos y te quedarás sola.
Los milicianos regresaron para detener a Osmundo. Sólo tuvo tiempo de decirle a su esposa, deshecha de dolor:
-Has de ser fuerte. Cuando Dios escribe, aunque nos parezca que los renglones son torcidos, siempre están derechos. ¡Hasta la eternidad!
Como su cuñado, fue acribillado a balazos en el Paseo del Tránsito de Toledo.
Bajo estas líneas, iglesia de la Magdalena de Toledo destruida tras el incendio y los bombardeos de la Guerra Civil. Fotografía de Pelayo Mas Castañeda.