Los niños colorean dibujitos en su tiempo de catequesis. A los adolescentes los entretenemos con gymkhanas. Y a los novios que se preparan para el matrimonio, un cursillo exprés, y si te he visto, no me acuerdo.
A nuestras parroquias viene gente. Todavía. Aunque sea sólo por recibir determinados sacramentos. Pero aún vienen. Y esto es un lujo, una increíble oportunidad, que solemos dejar escapar…
Nos puede el complejo. O las ganas de no complicarnos. Convertimos con demasiada frecuencia a las parroquias en administradoras de sacramentos, meros lugares de paso, donde la gente pueda tener un recuerdo más o menos grato de su fugaz estancia, a base de voluntarismos y buenas intenciones, por si algún día pensasen volver…
Pero esto ya no vale, ni lleva a ninguna parte. Esta sociedad nuestra ya está llena de espacios anónimos donde nadie conoce a nadie, de individualismo, de superficialidad, de feroz competencia… y de gente herida que no sabe qué hacer con su dolor, lección que jamás se enseña en ningún ámbito educativo. Si cuando acuden por una razón u otra a la Iglesia, no encuentran allí algo que les impacte, que les sorprenda, ¿dónde lo harán?
Escucha, acompañamiento, consuelo, llevar a la Verdad… estamos sedientos de esto. De un sitio en el que se nos conozca por nuestro nombre, donde no haya que dar la talla por nuestros logros, sino mostrar las miserias que nos quitan la vida, y en las que necesitamos ser amados. Donde se nos acompañe, se nos pregunte por nuestras dificultades, y no se ponga el acento en llevar pastelitos para la merienda solidaria, sino en aquello que nos impide crecer, o que nos hace tener que tomar pastillas para dormir. Donde se muestre a un Dios auténtico, que está vivo y obra con poder en nuestras vidas, al que se le puede hablar, adorar y alabar, y que responde a nuestra oración. Donde la Biblia no decore los estantes, sino que se lea la Palabra de Dios, orando con ella, descubriendo su actualidad en nuestras vidas. Donde nuestro dolor, nuestras heridas, no sean escándalo. Donde nuestro sufrimiento tenga cabida, y experimentemos que Dios no nos deja en él solos. Donde nos sintamos, en definitiva, unidos a otros a los que podamos llamar hermanos. Donde tenga cabida desde el pequeño hasta el anciano, cada uno en su realidad, en sus circunstancias.
De nosotros, los que nos llamamos cristianos, los que somos por tanto Iglesia, depende lo que otros encontrarán en esta casa que es la nuestra. Cada uno sabrá a qué lo llama Dios. Puede que a muchos les baste con tres cuartos de hora en un banco cada domingo; la Eucaristía y la Palabra son poderosos alimentos para ello. Pero otros muchos estarán llamados a más, a mucho más. A vosotros hoy os digo: ánimo. No estáis solos. Son tantos los cristianos que tienen sed de algo más, de vivir con más compromiso y autenticidad su fe… pero es que además, son aún más aquellos que, sin saberlo, el día que aparecen por una parroquia, necesitan encontrarse con Cristo a través de nuestra pobre persona.
Creo en una Iglesia donde los niños no se limiten a colorear a Jesús, sino que hablen con Él. Creo en una Iglesia donde los jóvenes no sean tratados como niños, sino que se les proclame sin tapujos la Buena Nueva de Cristo, y puedan depositar sus vidas a los pies del Señor, para que Él haga de ellas lo que desee. Creo en una Iglesia donde los matrimonios recen a Dios en la dificultad, y no se les deje de acompañar, para que su amor, como el bueno vino, tenga más sabor con el paso de los años. Creo en una Iglesia que sea casa de acogida para el desvalido, el herido, el desesperado. Creo en una Iglesia sin miedo al Evangelio, a la radicalidad del mensaje de Cristo, siempre vivo, siempre nuevo, siempre sorprendente. Creo en una Iglesia que, siendo siempre una, es a su vez rica en tantos movimientos, en tantas realidades donde el Espíritu Santo sopla sin cesar, que toda persona puede encontrar su sitio. Creo en una Iglesia donde no haya un sacerdote que pueda sentirse solo. Creo en una Iglesia que ama y reza por sus obispos, y en obispos que conocen, aman y cuidan cada realidad de sus diócesis. Creo en una Iglesia donde no enterremos bajo tierra tantos talentos, tantos dones que necesitan dar abundante fruto. Creo en una Iglesia desbordante de comunidades que unan, acompañen, consuelen y evangelicen.
¡Creo en tu Iglesia, Dios!