- "¡Mamá, no encuentro mis zapatos!"

- "¿Has mirado debajo del sofá?"

- "Sí"

- "¿Y debajo de tu cama?"

- "También"

- "¿Y en el baño?"

- "Allí tampoco están..."

- "Mira a ver en la cocina, al lado de la mesa..."

- "Ya lo he mirado..."

Esa conversación que se repite con relativa frecuencia en casa a la hora de salir a dar un paseo, acostumbra a terminar con una moraleja por mi parte:

- "¿Lo ves? Siempre te lo digo. Si hubieras dejado los zapatos en su sitio cuando te los has quitado, ahora no tendrías que buscarlos por toda la casa..."

A veces, tengo la sensación de que no importa cuántas veces se lo explique a mis hijas mayores; esas palabras suelen hacer un viaje unidireccional de un oído hasta el otro, sin ser previamente procesadas, -¿intencionadamente?- por esos pequeños pero perspicaces cerebrillos, para terminar, finalmente, perdiéndose en el vacío. "Las palabras son aire, y van al aire", que podría haber escrito el poeta que dedicó ese verso a los suspiros...

Sin embargo, hay casos en los que nuestros propios hijos nos sorprenden. En este caso hablo de unos muy concretos: los hermanos pequeños.

Este sábado, la escena que acabo de relatar, se producía con mi pequeño -que prácticamente acaba de cumplir dos años-. Buscaba sus zapatos desesperadamente por toda la casa sin entender dónde narices los había metido mientras el resto de la familia esperaba impaciente en el ascensor. De pronto, se me ocurrió que lo más razonable sería ir directamente a la fuente, a ver si recordaba dónde los había dejado:

- "Jose, gordito, ¿dónde has puesto tus zapatos?".

Él, con toda naturalidad y muy decidido, me mira con sus ojos muy abiertos y me dice:

- "En el cajón".

Y se va derechito hacia su cuarto, corre la puerta del armario, abre el cajón de los zapatos y me señala:

- "Mira, aquí".

¡Estaban allí, en el cajón, en su sitio! Creo que en ese momento se me saltó una lagrimilla de emoción entremezclada con ternura. Al pobrecito le faltó decir: "¿dónde iban a estar? ¡en su sitio!". Le parecía lo más normal del mundo, así que no debió entender muy bien por qué en ese momento su madre le cogió, le abrazó, le besó y le dedicó todas las alabanzas que en ese momento le vinieron a la mente...

No es porque yo se lo  haya repetido ochenta veces, no es porque le sermoneo cada vez que no encuentra sus zapatos... es, sencillamente, porque va detrás de dos hermanas que lo hacen -o deberían hacerlo- y oye cómo su madre se lo repite constantemente.

Esta es solo una anécdota que puede explicar una teoría sobre la familia numerosa: el efecto dominó en la educación de los hijos. De hecho, mi abuelo, que tuvo doce, solía decir que si educas bien al hijo mayor, todos los demás "se educan solos". Evidentemente, el trabajo por nuestra parte siempre será necesario e imprescindible, pero lo que también está claro es que cada vez que nace un nuevo hijo, el esfuerzo educativo que va a exigir ese hijo va a ser cada vez más pequeño a medida que aumenta la familia. El crecimiento de la familia no supone, -como razonablemente podría pensar un observador externo-, un crecimiento proporcional en el esfuerzo educativo de los padres; sino que el aumento del número de miembros implica cada vez un aumento inferior en el trabajo de los padres.

Ahora bien, ¡cuidado con ese efecto dominó a la inversa! Basta que uno de los mayores aprenda un taco o coja una costumbre negativa para que los demás se vengan arriba y asimilen también esa mala conducta... (aquí debería poner uno de esos emoticonos que tienen la boca tiritando...) Para eso, está claro, estamos los padres, para corregirlo cuanto antes y evitar que el resto ¡crean que esto es Jauja!