La naturaleza es cruel. La llamada "madre tierra" es cualquier cosa menos madre; es un Saturno, tal vez, que devora a sus hijos. Tiemblan los montes del Nepal y se tragan a los hombres y a todas las utopías que prometen el control de este mundo nuestro, tan frágil. Y es la conciencia de esta fragilidad la que nos llena de terror. Somos todos niños muertos de miedo al vacío, al dolor, a la muerte, a la maldad. Tenemos miedo incluso de la libertad. Las cadenas de nuestras esclavitudes nos tranquilizan. Y así buscamos efímeros consuelos en dioses menores: el dinero, el poder, la droga, el alcohol, el juego, el sexo, la política o el fútbol. Pero ni un terremoto logrará arrancarnos de nuestra prisión: nos encontramos a gusto en la celda del egoísmo que es, en el fondo, la más evidente, la más trágica cara del miedo que atenaza, siempre, nuestro corazón herido. La única solución posible está siendo, a su vez, crucificada en Siria, Irak, Libia o Egipto, ante la sonrisa cómplice del príncipe de este mundo.