Los católicos del siglo XXI tenemos una visión un tanto simplicista y procedimental del pecado. Entendemos el pecado como una acción u omisión de determinadas reglas escritas que no terminamos de entender. Algunas de las normas, a lo sumo, se comprenden desde el “ojo por ojo” mosaico. Nadie quiere que le maten ni que le roben. Si nos mienten por “nuestro bien” nos parece aceptable. Todo lo demás nos parece estratosférico y normalmente lo ignoramos. Pero el pecado no es sólo cumplimiento de determinadas normas. 

San Basilio entendía el pecado como una “abulia”, es decir como un desentendimiento consciente de la propia voluntad, un embrutecimiento que nos impide escuchar y entender a Dios.



Por mucho que leamos o escuchemos su Palabra (Cristo) no llegamos a entender nada. San Gregorio de Nisa entendía el pecado como una rebeldía contra nuestra propia libertad. Cuando la libertad se torna en opcionalidad, optatividad, pierde el sentido de sí misma: la selección consciente del bien. Si no somos capaces de entender a Dios que habla a través de nosotros mismos ¿Cómo lo vamos a entender cuando habla fuera de nosotros?
 

Si clausuramos el templo de Espíritu que somos, ¿Qué sentido tiene buscar otros templos “aparentes” fuera de nosotros? ¿Tiene sentido vivir respetando unas normas que no entendemos? Aquí creo que está una de las causas más evidentes de los problemas de evangelización actuales. Las personas ya no están dispuestas a cumplir sin entender, pero tampoco están dispuestas a entender lo que no les gusta. 

Normalmente, nuestra conciencia nos llama la atención y nosotros la acallamos con el cumplimiento de reglas que, a su vez, interpretamos a nuestra conveniencia. Nadie que no ame de verdad es capaz de hacer la Voluntad de Dios. Aunque el cumplimiento vacío de las normas puede llevar, en un principio, la virtud de la obediencia, si nos quedamos allí, estamos encerrando nuestra libertad y embruteciendo nuestro entendimiento. Decía San Anselmo de Canterbury y Clemente de Alejandría: “La Fe busca entender”. Si cerramos el entendimiento y nos refugiamos en las normas estamos rechazando la Verdad que quiere vivir en nosotros. 

El que no ama no tiene motivos para observar los preceptos. Luego al decir: Si guardareis mis preceptos, permaneceréis en mi amor, quiere indicar no la causa del amor, sino cómo el amor se manifiesta. Como si dijese: No os imaginéis que permanecéis en mi amor si no guardáis mis preceptos; pero, si los observareis, permaneceréis en él; es decir, se conocerá que permanecéis en mi amor si guardáis mis mandatos, a fin de que nadie se engañe diciendo que le ama si no guarda sus preceptos, porque en tanto le amamos en cuanto guardamos sus mandamientos, y tanto menos le amamos cuanto menor diligencia ponemos en la observancia de sus mandatos. (San Agustín, Tratado sobre el Evangelio de San Juan, 82, 3) 

Por otra parte, dentro de la Iglesia llevamos muchos años debatiendo sobre el liberalismo y condenándolo. No cabe duda es muy peligroso ya que nos dice que la libertad es simple opcionalidad y nos deja a merced de lo que decidamos sin saber que consecuencias tendrán nuestras elecciones. Cuando se elige sin Dios, el pecado se ha dueño de nuestra vida. Ahora la magnífica condena que realizan Gregorio y Pío IX a veces se lleva a veces hasta el extremo. Se defiende el estricto y ciego cumplimiento de las normas, como única opción. Dicho de otra forma, pasamos del liberalismo que nos invita a elegir inconscientemente al inconsciente cumplimiento de lo que desconocemos. 

En ambos casos aparece la abulia como elemento fundamental, el embrutecimiento que San Basilio nos señala como pecado. Sólo quien ama es capaz de actuar con libertad y cumplir la Voluntad de Dios. Cumplir de forma inconsciente y desafectada, termina minando nuestra fe y destrozando al Iglesia. Quien ama es capaz de cumplir sin esfuerzo, ya que sabe, siente y actúa con total libertad. Pero la pregunta del millón es ¿Qué es amar? ¿Es lo mismo amar que querer? ¿Es lo mismo amar que desear? ¿Amar es darnos satisfacción? 

San Juan nos dejó una frase definitiva: Dios es Amor. Ama quien encarna a Dios, quien deja que Dios se transparente a través, quien se niega a sí mismo y toma su cruz a cuestas para seguir a Cristo. Seguir a la Palabra, al Logos, no es un seguimiento ciego y desafectado, sino un seguimiento que desecha la abulia (pecado) para dejarse llenar por el Espíritu Santo. 

En el evangelio de hoy domingo: “La Vid y los Sarmientos”, aquellos sarmientos que no están llenos de la Gracia de Dios son lanzados al fuego. Que poco misericordioso parece Cristo cuando dice esto ¿Cómo rechazar a quienes han encontrado su zona de confort en la ignorancia? Los sarmientos que dan frutos son los que se cuidan para que den más aún. ¿Cuánto fruto da nuestra vida de Fe? ¿Somos cumplidores inconscientes? ¿Somos cumplidores que adaptan la Voluntad de Dios a nuestra conveniencia? 

En el Edén, cuando Dios llamaba a Adán, este respondía. El diálogo entre Dios y el ser humano era transparente. Adán era libre, dentro de su naturaleza humana, porque Dios daba entendimiento para conocer, sentir y actuar. Cuando Adán rechazó, por desconfianza, el diálogo con Dios, se echó encima la terrible soledad de quien se ve vapuleado por las circunstancias, las pasiones y las necesidades. En ese estado estamos, necesitados de elegir sin saber ni entender, buscamos la comodidad de que nos digan qué hacer, adaptamos lo que no nos gusta. ¿Es eso lo que Dios quiere de nosotros? 

Si levantas la voz, haya amor interiormente. Si exhortas, si acaricias, si corriges, si te muestras duro: ama [realmente] y haz [harás] lo que [realmente] quieres (San Agustín. Sermón 163B,3). 

El reto es amar y para ello sólo la Gracia de Dios nos puede ayudar.