No podemos ser indiferentes ante el drama de la pobreza. Serlo equivaldría a encerrarnos en nosotros mismos y vivir al margen de la realidad; sin embargo, no se trata de hacer teorías y/o ideologías de los pobres, sino saber sumar esfuerzos y recursos en aras de promover la dignidad de la persona humana. Dejar los bulos sensacionalistas, para entrar de lleno en los principios básicos de la Doctrina Social de la Iglesia.
Hay una frase de Margaret Thatcher que, en alguna ocasión, ha sido retomada por el cardenal George Pell, ministro de economía del Vaticano: “nadie recordaría al buen samaritano, si además de buenas intenciones no hubiera tenido dinero”. Es verdad que la ayuda no necesariamente consiste en dar recursos, pues el simple hecho de alegrar a una persona de la tercera edad es una forma concreta, significativa, de hacer algo por los demás; sin embargo, cuando entran en juego situaciones como la pobreza u otras formas de exclusión social, se vuelve necesario tener activos que ofrecer para construir nuevas oportunidades como el fomento al empleo. No bastan las buenas intenciones, pues hay que saber tomar acciones concretas, palpables. De ahí la importancia de superar el enfoque ingenuo y demagogo, según el cual, la Iglesia debe vender todo lo que tiene y quedarse sin un quinto en la bolsa. Hacerlo, haría imposible gestionar instituciones como hospitales y leproserías.
La fe no critica al dinero, en cuanto a bien material, pues lo necesitamos para cubrir nuestras necesidades básicas, sino al momento en que se vuelve un ídolo, algo más importante que la persona humana. En ese caso, llueven las críticas, pero cuando se emplea desde un enfoque consciente, equilibrado, tiene un impacto positivo. Volviendo al pensamiento de Margaret Thatcher, las buenas intenciones necesitan estar respaldadas por los hechos y, en el caso de la caridad, esto incluye una administración efectiva, capaz de saber invertir en proyectos sostenibles que traigan consigo el desarrollo social de los Estados; sobre todo, aquellos que se encuentran en situación de pobreza extrema.
Hay que cambiar de lógica. Para muchos, lo ideal es vivir las mismas privaciones que los necesitados; sin embargo, ¿eso es solidaridad? Si de verdad queremos hacer algo por ellos, tenemos que compartir lo que somos y, sobre todo, brindarles las herramientas para que vayan superando tan dolorosa situación. Un cojo no necesita que alguien que camina bien cojee, sino que le ayude a moverse mejor. Cuando el Papa Francisco habló de una “Iglesia pobre para los pobres”, subrayó -con justa razón- la importancia de la cercanía, de la sensibilidad en un contexto a menudo indiferente, pero nunca en la línea del regalar las cosas. Antes bien, educar, formar e incentivar proyectos de inclusión. Tales iniciativas necesitan dinero, recursos. En otras palabras, de una buena administración fundamentada en la justicia social. No es simplemente distribuir activos, ¡sino generarlos! Lo anterior, sin olvidar que la propuesta del Evangelio siempre será la primera motivación de toda preocupación por el ser humano. Recordemos que lo nuestro no es el activismo, sino el apostolado.
Como podemos darnos cuenta, el tema de la pobreza requiere aplicar el método “ver, juzgar y actuar”, pero a partir de un enfoque cristiano; es decir, libre de cualquier ideología que pudiera desvirtuarlo. Se trata de hacer algo a favor de la dignidad de la persona humana en los diferentes ambientes y realidades del mundo.
Hay una frase de Margaret Thatcher que, en alguna ocasión, ha sido retomada por el cardenal George Pell, ministro de economía del Vaticano: “nadie recordaría al buen samaritano, si además de buenas intenciones no hubiera tenido dinero”. Es verdad que la ayuda no necesariamente consiste en dar recursos, pues el simple hecho de alegrar a una persona de la tercera edad es una forma concreta, significativa, de hacer algo por los demás; sin embargo, cuando entran en juego situaciones como la pobreza u otras formas de exclusión social, se vuelve necesario tener activos que ofrecer para construir nuevas oportunidades como el fomento al empleo. No bastan las buenas intenciones, pues hay que saber tomar acciones concretas, palpables. De ahí la importancia de superar el enfoque ingenuo y demagogo, según el cual, la Iglesia debe vender todo lo que tiene y quedarse sin un quinto en la bolsa. Hacerlo, haría imposible gestionar instituciones como hospitales y leproserías.
La fe no critica al dinero, en cuanto a bien material, pues lo necesitamos para cubrir nuestras necesidades básicas, sino al momento en que se vuelve un ídolo, algo más importante que la persona humana. En ese caso, llueven las críticas, pero cuando se emplea desde un enfoque consciente, equilibrado, tiene un impacto positivo. Volviendo al pensamiento de Margaret Thatcher, las buenas intenciones necesitan estar respaldadas por los hechos y, en el caso de la caridad, esto incluye una administración efectiva, capaz de saber invertir en proyectos sostenibles que traigan consigo el desarrollo social de los Estados; sobre todo, aquellos que se encuentran en situación de pobreza extrema.
Hay que cambiar de lógica. Para muchos, lo ideal es vivir las mismas privaciones que los necesitados; sin embargo, ¿eso es solidaridad? Si de verdad queremos hacer algo por ellos, tenemos que compartir lo que somos y, sobre todo, brindarles las herramientas para que vayan superando tan dolorosa situación. Un cojo no necesita que alguien que camina bien cojee, sino que le ayude a moverse mejor. Cuando el Papa Francisco habló de una “Iglesia pobre para los pobres”, subrayó -con justa razón- la importancia de la cercanía, de la sensibilidad en un contexto a menudo indiferente, pero nunca en la línea del regalar las cosas. Antes bien, educar, formar e incentivar proyectos de inclusión. Tales iniciativas necesitan dinero, recursos. En otras palabras, de una buena administración fundamentada en la justicia social. No es simplemente distribuir activos, ¡sino generarlos! Lo anterior, sin olvidar que la propuesta del Evangelio siempre será la primera motivación de toda preocupación por el ser humano. Recordemos que lo nuestro no es el activismo, sino el apostolado.
Como podemos darnos cuenta, el tema de la pobreza requiere aplicar el método “ver, juzgar y actuar”, pero a partir de un enfoque cristiano; es decir, libre de cualquier ideología que pudiera desvirtuarlo. Se trata de hacer algo a favor de la dignidad de la persona humana en los diferentes ambientes y realidades del mundo.