Escribo estas líneas mientras la muerte se ha convertido en triste protagonista de la actualidad: cientos de vida segadas por un fenómeno natural, una DANA, que está conmocionando a toda España.
Basta ver las múltiples fotos de la tragedia para darnos cuenta de la fragilidad del ser humano y sus obras. Bastaron apenas unos minutos para que construcciones, coches y enseres humanos se convirtieran en escombros y lo que es peor, se truncaron vidas, afanes, ilusiones, sueños y esperanzas.
En paralelo, y salvo en las zonas afectadas, las calles se han convertido en escenario de un nuevo carnaval donde se frivoliza con la muerte, como algo divertido y adecuado para alegrar a los niños.
Al margen de otras consideraciones sobre la oportunidad o no de este Halloween, ambas imágenes, la de la desolación y el dolor de la muerte real y la de la frivolidad y trivialidad, en su aparente y cruel paradoja, son todo un reflejo de la sociedad líquida occidental.
El hombre de hoy intenta olvidarse e incluso burlarse de la muerte. Intento inútil: ella le persigue y sale a su encuentro de modo inexorable.
La muerte forma parte de la vida, como renovación de los individuos.
Por ello es lógico que los seres vivos de cualquier reino y especie mueran, incluidos los humanos: casi 150.000 personas mueren cada día en todo el mundo y algo más de 1.200 en España. En cualquier caso, el individuo no puede sobrevivir, sólo lo hace la especie.
Sin embargo, esa lógica se vuelve absurda cuando se aplica a uno mismo o a los seres queridos. Consideramos normal que los demás sean mortales, pero nos rebelamos ante la proximidad de nuestra propia muerte o la de un ser querido.
Desde la Antigüedad, una parte de los pensadores y por lo tanto de la humanidad ha intentado eludir la pregunta tranquilizándose con el siguiente argumento: «La muerte no nos afecta porque mientras somos, ella no está y cuando ella está, ya no somos». Una salida ocurrente pero que, en el fondo, no convence a nadie, sobre todo cuando la vemos próxima, en carne propia o en la de un ser querido.
En la sociedad actual es más común ignorarla y evitar plantearse la pregunta sobre la misma. Se ha convertido en un tema tabú. Sin embargo, la muerte produce, cuando menos, inquietud, dudas y con frecuencia angustia porque de ella nadie tiene experiencia propia. Todo lo más, podemos presenciar la muerte de otros y sentir la dureza de ésta cuando fallece alguien a quien amamos.
Los grandes pensadores y maestros de la espiritualidad sintetizaron esta vivencia con la expresión: memento mori, ―“recuerda que vas a morir”―, pero que en otro sentido puede traducirse como “aprende a morir”. En ello consiste la buena filosofía, al decir de Montaigne, ya que “si el hombre enseñase a morir, enseñaría a vivir”.
Existe una coincidencia en los que han asistido, ya sea como médicos o sacerdotes, a los moribundos o condenados que ante la muerte se produce un especial estado de lucidez en el que se entiende qué es la vida y su sentido. A dicho estado suele acompañar la visión y el examen de la propia vida, con los aciertos y errores, con el bien y el mal realizado, y un deseo de perdonar y ser perdonados por el resto de los hombres o por Dios.
Solo la aceptación serena de la muerte y del balance de la vida con el perdón produce paz: “he vivido, soy capaz de morir”.
La tradición occidental, desde Sócrates y por supuesto el cristianismo, ha mantenido esta actitud: enfrentarse a la muerte como una realidad inevitable ―lo único cierto que hay en la vida―, y a un posterior juicio.
Ignorar estas reflexiones sobre la muerte o eludirlas, equivale a tener una vida adormecida, como mostraba aquel epitafio labrado en la tumba: «Aquí yace un tonto que salió de este mundo sin saber para qué había venido».
Por el contrario, reflexionar sobre la misma produce principios fundamentales que orientan la vida. Sartre, un pensador ateo, lo expresó con la mayor contundencia: «Absurdo es que nazcamos, absurdo es que muramos». Por el contrario, san Juan XXIII dijo: «Cualquier día es bueno para nacer. Cualquier día es bueno para morir».
Para el creyente, la fe no exime del dolor que supone la muerte. El fallecimiento de un ser querido golpea la fe y puede revitalizarla o apagarla. Incluso afrontar la propia muerte desde la fe es un camino difícil de transitar. La fe no es un bálsamo para tranquilizar, ni una creencia infantil, ni un recurso psicológico, es un don que hay que pedir. Tal vez sea en esos momentos cuando más necesitemos escuchar: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados…» (Mt 11, 28) y responder: «Señor creo, pero aumenta mi poca fe» (Mc 9, 24).
JUAN A. GÓMEZ TRINIDAD