Mi abuela era una mujer que no tenía miedo de ser para los demás. No tenía miedo de vivir para su familia y consumirse por ella. Y lo hizo, empleó hasta su último aliento en hacer felices a cuántos tenía a su alrededor. No tenía miedo de que sus únicos ratos al frente de un ordenador o leyendo el periódico fueran casi a medianoche, cuando ya la casa estaba en silencio. No tenía miedo de remangarse y ponerse a cocinar para treinta. No tenía miedo de madrugar para que todos tuvieran su desayuno a tiempo en la mesa. No tenía miedo de dedicar tanto tiempo a los demás que no le quedara ni un segundo para sí misma. No tenía miedo de preocuparse de la estética de la casa más que de irse a dormir para recuperar horas de sueño. Qué delicada me parecía, -cuando era niña y se me daba el privilegio de quedarme a dormir en su casa-, la imagen de la mesa del salón, al acostarnos, con todo preparado para el desayuno: las tazas boca abajo sobre los platos de postre, las cucharitas perfectamente colocadas, el azucarero... También recuerdo otro detalle que me llamaba la atención: nunca había un tetra brik en su mesa, la leche siempre se servía en una jarra, como ´toda la vida´. A la imagen de la Virgen que había en su salón nunca le faltaron flores frescas. No era una mujer práctica, probablemente; podría decirse que perdía mucho tiempo en cosas accesorias; pero, al final, esos pequeños detalles eran los que convertían el conjunto de su casa en una armoniosa obra de arte.
Era de esa clase de mujeres que no pasan desapercibidas, precisamente porque pasan desapercibidas. No era ostentosa, ni engreída; no trataba de dar lecciones ni de presumir. No acostumbraba a juzgar, y si alguien a su lado hacía un comentario negativo sobre otra persona le reprendía con dulzura o trataba de cambiar de tema. Nunca se daba importancia y se pasaba la vida sirviendo a los demás.
Si aparecías en su casa, un día cualquiera, de visita, sin avisar (porque ella nunca necesitaba que le avisaran, siempre eras bienvenido) esbozaba una enorme y sincera sonrisa y decía algo del estilo de: "¡qué bien que has venido!", e inmediatamente ponía a calentar el horno y te hacía en veinte minutos el bizcocho de naranja más rico que habías probado en tu vida. Y no es que le pillaras sentada en el sofá viendo una serie o leyendo una novela. No es que estuviera sola o aburrida. Al contrario, nunca estaba ociosa. Siempre tenía mil cosas que hacer o gente a la que atender.
Tuvo doce hijos, más de treinta nietos y llegó a conocer a cinco bisnietos. Esta era la razón de su existir y su alegría: su familia. Vivía por y para ella. Pero el primero y más importante de todos fue siempre mi abuelo. No había nadie por delante de él y juntos formaban una simbiosis perfecta de tendencia natural a la virtud. Una vez, después de sufrir mi abuelo un duro accidente en el que falleció su hija mayor con apenas seis años, el médico que le atendía le dijo a mi abuela: "Mari, es usted una ´mujer corcho´". Mi abuela siempre contaba de manera muy graciosa que se sintió muy ofendida con aquel comentario porque interpretaba que suponía algo así como que tenía la ´cabeza de serrín´... El doctor, que se dio cuenta, le explicó entonces: "hay ´mujeres plomo´, que tiran del marido hacia abajo, y ´mujeres corcho´, que le ayudan a subir hacia arriba, a alcanzar la superficie, a ser mejores; tú eres de esa segunda clase". Era verdad. Ayudaba a todos a ser mejores, -no solo a su marido-, porque se esforzaba mucho en ser mejor ella misma, y transmitía a los demás -con esa fuerza de espíritu-, ese humilde deseo de perfección.
Era una mujer cultivada, entusiasta, llena de inquietudes. Es posible que fuera de las primeras abuelas en el mundo que tuvo una cuenta de correo electrónico y un perfil de Facebook (este último se lo hizo antes incluso de que yo supiera lo que era facebook). Hablaba de historia, de filosofía, le fascinaba el teatro (verlo y representarlo) y se entusiasmaba recitando los poemas de Mossén Cinto Verdaguer. Todavía la recuerdo escribiéndome con letra temblorosa, -propia de unas manos ya afectadas por el párkinson-, en una hoja pequeña, como de bolsillo, aquel tan bello dedicado a la Virgen: "qui t´ensenya eixes cançons/ rossinyol de primavera/ qui t´ensenya eixes cançons/ que per mestre jo el voldría". Adoraba la música, tenía una hermosa voz y cantaba como los ángeles, normalmente, acompañada al piano por mi abuelo, con quién había compuesto más de una canción. Las artes plásticas eran también otra de sus grandes facetas. Era escultora, alfarera, pintora... tenía un estilo sencillo, auténtico, limpio. Era una mujer culta y cultivada. Había querido estudiar una carrera universitaria, pero fue esa época de la que ella era mujer la que se lo impidió: ¿qué sentido tenía que una futura esposa perdiera varios años de su vida en la universidad?, se preguntaban sus padres cuando ella expresó ese deseo. Costura y cocina fueron las alternativas. Eso sí, cocinaba como los ángeles. Pero cuando mi abuelo le reconocía el mérito y nos contaba a todos lo buena cocinera que era, ella rehuía la alabanza y explicaba -haciendo gala al mismo tiempo de la humildad y la picardía que le caracterizaban-: "no es que yo cocine bien, es que siempre hago la comida que le gusta a Juan Manuel".
Uno podría preguntarse de dónde sacaba todo ese tiempo una mujer con una vida tan ajetreada y tanto por hacer. Lo sacaba de sí misma. Nunca lo perdía. No dejaba escapar ni un minuto de ese bien tan valioso que es el tiempo. Lo exprimía hasta el milímetro, al tiempo que se exprimía a sí misma por los demás. Y, lo mejor de todo, es que nunca la oí reprocharlo o echarlo en cara. Varias operaciones de varices habían destrozado sus piernas, sin embargo, nunca hacía recuento del tiempo que dedicaba a los demás, ni nos recordaba que no se había sentado en todo el día. No había en su corazón un solo espacio para el rencor o la amargura. No esperaba agradecimientos mundanos. No los necesitaba. Siempre sonreía, siempre estaba feliz. Contagiaba alegría. Una alegría sincera. La alegría de los santos, de los humildes, de los que saben que la única felicidad, la auténtica, está en darse plenamente a los demás. Sin recortes, sin condiciones.
No significa eso que no tuviera inquietudes o no dedicara tiempo a sus propias aficiones o necesidades y, lo que es más importante, a Dios. Nunca le faltó tiempo para rezar. Aunque llegaba tarde casi a todas partes, siempre era más que puntual cuando se trataba de asistir a Misa. En los últimos años de su vida, cuando dependía de los demás para poder acudir a la Eucaristía diaria, se armaba de paciencia y trataba de no perturbarse si veía que empezaba a hacerse tarde y que iba a llegar con el oficio empezado. Decían, ella y mi abuelo, que el alma es como una plancha: si uno no la calienta antes de planchar, de poco servirá todo el trabajo realizado. Lo mismo con el alma: no puedes asistir a Misa de golpe, sin primero ´calentar el alma´. Por eso, decían, a Misa hay que llegar al menos diez minutos antes.
Y es que no solo era inteligente para los libros, también lo era para la vida: supo hallar la felicidad en lo pequeño, en lo cotidiano. En su camino en el Opus Dei encontró precisamente eso que era su estilo de vida, la grandeza de lo sencillo. Quizás esa fue la razón por la que vivió de la misma manera los tiempos de holgura que los de estrechez. Su felicidad no tenía que ver con la economía. Era de otro mundo. Y de hecho, ni siquiera los más duros reveses que puede sufrir un padre, la muerte de dos de sus hijas, pudieron derrotarla. Era fuerte como un castillo. Fuerte, no insensible. Una vez, -más de veinte años después de perder a sus dos hijas-, una amiga mucho más joven que acababa de pasar por la misma experiencia le preguntó si ese dolor tan desgarrador se pasaba alguna vez; y ella, con serenidad y franqueza, solo pudo responder: "no se pasa nunca". Sufría. Pero resistía. Se apoyaba y confiaba plenamente en Dios. Y, desde que murió su hija mayor, ella y mi abuelo hicieron suya la frase de San Josemaría Escrivá: "Hágase. Cúmplase. Sea por siempre alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios sobre todas las cosas. Amén. Amén". No era una postura artificial, no era una voluntad de creer. Era una confianza sólida y firme, en el Señor.
No era, insisto, una mujer de otra época. Era una mujer de otra pasta. No tuvo doce hijos porque su vida era fácil, cómoda, sencilla y se lo pudo permitir. Tuvo doce hijos por la misma razón por la que lo hizo todo a lo largo de su paso por este mundo: porque no entendía esta vida de otra manera que entregándola toda hasta el final, sin reservarse ni un solo aliento para sí misma.
Hoy, dos años después de su muerte, no encuentro un mejor modo de honrar su recuerdo que tratando de imitarla y pedirle, -ahora que todavía está más cerca de nosotros, aunque nos parezca que ya no está-, que me ayude a ser una mujer como ella. Y, también, escribiendo estas líneas, por si esta pobre descripción de lo que ella era, puede servir también de inspiración a otras madres como yo.