Al hablar con personas que buscan, sinceramente, vivir su vida como cristianos, cada vez me doy más cuenta de la importancia que tienen las ideas erróneas en la vida de la gente. Y en su sufrimiento.
Con el tiempo, voy llegando a la conclusión de que, ciertamente, es verdad de que la sociedad nos “manipula”, más allá del tópico, y de que ciertas convenciones, en lugar de mantener el orden entre los seres humanos, lo que en realidad hacen es contribuir a su control y a su infelicidad. Además muchos de estos lugares comunes son absurdamente falsos: no resisten el más mínimo análisis objetivo. Permítanme poner como ejemplo una historieta conocida.
Un hombre acompaña a su amigo a comprar el periódico a su lugar de costumbre. Cuando llegan al kiosco, éste dice…
- ¿Me da el Diario X, por favor? - Y le tiende una moneda de 2 euros.
Entonces el que atiende le alarga un ejemplar de malas maneras y le devuelve unos céntimos, que casi caen al suelo del impulso, mientras le dice:
- ¡El Diario X, El Diario X…! ¡Ahí lo tiene hombre!
El comprador recoge todo y se va. Su amigo está perplejo y le pregunta:
- Pero, oye: ¿ese tío siempre te trata así?
- Pues, desgraciadamente sí - le responde el otro.
- ¿Y entonces por qué sigues yendo ahí todos los días?
- Pues ¡porque no quiero que sea él quien decida donde compro el periódico yo!
Es una respuesta sorprendente. Casi nadie pensaría (¡ni actuaría!) así, sin embargo el comportamiento es rigurosamente lógico: el hecho de que una persona sea desagradable no puede manipularme para que yo deje de hacer algo legítimo y que, además, es lo que me viene mejor.
Claro que, para ejercer una libertad semejante, uno tiene que tener un desapego total por las expresiones, opiniones y actos de determinado tipo de personas y esto, por lo general, no se consigue sin “entrenamiento”.
¡Aquí está la “madre del cordero”! ¿Por qué cuesta tanto algo que es de sentido común? Las razones son múltiples, pero la primera de ellas es que se nos educa para que la opinión que los demás tienen sobre nosotros y lo que hacemos, sea algo que influya poderosamente en nuestros sentimientos y actitudes.
Imagino que esta convención social está arraigada en la infancia, cuando se necesita inducir en los niños la necesidad de aprobación por parte de sus padres, lo que les ayuda a ser más dóciles y aprender mejor. A nivel social, fue probablemente la necesidad de cohesión del grupo lo que hizo esencial que todos aceptaran determinadas ideas comunes, bajo la amenaza de exclusión en caso contrario.
Lo cierto es que esa presión sigue existiendo, cuando ya no hay ningún motivo, de aprendizaje ni de socialización. Es verdad que determinadas normas, como la de prestar ayuda o favores (aunque sea a disgusto) para evitar ser tachados de insolidarios, pueden tener, en conjunto, un efecto social positivo. Pero hay otras, muchas, en las cuales lo que único que se hace es establecer una red amplísima y consentida de manipulaciones recíprocas innecesarias y dañinas.
Un ejemplo práctico: alguien habla mal acerca de mi persona y, automáticamente, me siento herido. Es una reacción normal, pero de lógica absurda: ¿no significa acaso conceder un poder extraordinario a cualquiera sobre mí?
Durante un tiempo luché contra esta lógica, diciendo que “uno tenía que velar por su buena fama”, que “había que hacerse respetar” o “luchar contra las calumnias”. Y de nuevo fue una historieta la que me aclaró los conceptos.
Imaginemos que visito, en el zoo de Madrid, la sección de primates, y en uno de los hábitats, un pequeño mono comienza a hacerme burla estridentemente… Entonces yo salto el foso de seguridad y escalo la verja, cojo una rama del suelo y persigo al mono… Cuando la seguridad me llama (o me detiene) yo les digo airado “¡Qué hacen ustedes, no es a mí a quien deben detener: empezó él!” Es ridículo, claro, y probablemente llamarían a una ambulancia con dotación psiquiátrica para que me trasladasen a un hospital… O si un niño de dos años me llama “tonto”, no le grito: “¡Niñooo, cuidado con lo que dices que te atizo!” Alguien dirá: “sí, ya entendemos por dónde va, pero usted habla de un animal y de un ser humano que no son responsables de sus actos, no de un adulto que sabe bien lo que hace y dice”.
¿Ustedes creen? Si alguien habla de mí con imprudencia, mala fe o desconocimiento, créanme, tal vez sus palabras no merezcan más crédito que las de los ejemplos que acabo de poner. ¿No es absurdo tomarlas en cuenta? Bueno, tal vez me dirán, “pero entonces el mundo se convertiría en una masa de perdonas engreídas y autosuficientes que no hacen caso a nadie”. Y no, tampoco es eso lo que quiero decir, sino que yo elijo las opiniones que me importan y aquellas a las que debo escuchar. Por supuesto, si sólo hago caso a los que me alaban, soy un infeliz: no creceré por ese camino. Si mi “hermano me ofende” entonces me preocuparé, y lo “reprenderé a solas” (Mt 18,15). Si mi mentor, mi esposa, mi amigo, me critican algo, créanme que lo tendré muy en cuenta.
…Pero si un conductor desconocido me insulta, si alguien casi desconocido opina, si una persona maleducada farfulla algo en mi contra, ¿tiene realmente más importancia que el insulto del niño o las burlas del mono? ¿No soy yo el culpable de permitir que me afecte y no ellos?
Creo que los grupos cristianos, las parroquias, las comunidades religiosas ,o nuestros mismos matrimonios, están a veces llenos de “heridas”, que no son más que tonterías, malentendidos e ideas erróneas que causan conflictos desproporcionados y que consumen demasiada energía…
Todo por no empezar a reeducarnos un poco ¿no es cierto? Y a vivir en la lógica de la verdad, que no es otra que la del propio Evangelio.
Un fuerte abrazo para todos.