Alex Rosal ha tenido la gentileza de pedirme que comparta con vosotros, en Religión en Libertad, mi blog. Me ha parecido que la mejor forma de empezar es que os haga partícipes de la primera entrada del mismo, que se titula Exordio. Creo que con ésta y con las siguientes que se vayan publicando os haréis fácilmente una idea de por dónde va esta pequeña tertulia en internet. En mi blog, en vez de una fotografía mía, hay una cara de El Greco; espero que aquí también me la pongan. Una amiga dice que me parezco; pero la razón de elegirla no es esa, sino lo que se comenta en la susomentada entrada y que, a continuación, copio. ¿Por qué el rostro del niño de El entierro del Conde de Orgaz de El Greco? Ésta es una de las dos obras de arte que superaron, con mucho, mis expectativas al verlas por primera vez; la otra es el David de Miguel Ángel. El cuadro consta de dos planos explícitos y otros tantos implícitos. Los patentes son el celeste y el terrestre, ambos unidos por la Cruz. Es el misterio pascual el que ha abierto los cielos y hace posible que el alma del Señor de Orgaz vaya al encuentro del Señor Resucitado. Esta unión de cielo y tierra, esta comunión de los santos, queda manifiesta en el prodigio que El Greco trata de plasmar. S. Agustín y S. Esteban sostienen el cadáver de Gonzalo Ruiz de Toledo para depositarlo en el sepulcro, uno de los planos que quedan fuera del cuadro. Muchas manos señalan el prodigio, pero solamente el niño, además de hacerlo, mira al espectador, en el cuarto plano, invitándolo a entrar en el misterio. Estas Glosas marginales no quisieran ser otra cosa: señalar el misterio de la presencia del Reino de Dios en nuestro mundo y mirarte para que tú también lo contemples. Este niño, a la española de entonces vestido, que sirvió de modelo, al parecer, fue Jorge Manuel, hijo del pintor y de Jerónima de las Cuevas, los cuales nunca llegaron a casarse. Mis obras son también hijas de un pecador, pero pido a Dios que lo mismo que el hijo del artista señala el misterio, las mías, trabajando la tierra, siempre hablen de Dios con nosotros. Pero mi mirada no quiere solamente invitarte, sino también contemplar en ti el misterio divino. El niño –quien no se haga como ellos no puede entrar en el Reino de Dios– es también símbolo de contemplación. Mejor que yo te lo dirá Unamuno en estas sentidas palabras:

Es que el niño en su soledad creadora, mientras se está haciendo su mundo, soñándolo, entre otros niños, no vive ni sueña atado a lugar y a tiempo. Vive en infinitud y en eternidad. Su vida no es tópica ni crónica. Ni topométrica ni cronométrica. Ignora la medida del espacio y la del tiempo. Ni el reló ni el calendario rigen para él. Un solo día, ¡un día sin día siguiente, sin un mañana! Y no sólo en los niños, sino en los santos. En los santos infantiles. Figurémonos un ermitaño anacoreta –o un cartujo– que no se aparta del pequeño jardín que ciñe a su celda y que no vive atenido ni a horas ni a días diversos, ni a reló ni a calendario; éste vive durante su vida toda un sólo día. ¡Y un día sin un mañana! Ese único día se le va creciendo, se le va ahondando. ¿Monotonía? ¡No, no! Y así no se siente envejecer, no siente venir la muerte, y cuando llega ésta, el eterno mañana, no la siente y se muere sin saber que se muere ni que se ha muerto.