Impactados por la noticia del asesinato de un profesor en Barcelona a manos de uno de sus alumnos, comentábamos en casa cómo parecía que se sucedían últimamente crímenes horrendos, incomprensibles. Porque es incomprensible que un alumno llegue al instituto armado de ballesta y machete y mate a su profesor al tiempo que hiere a otros profesores y compañeros. Como también resulta incomprensible que un copiloto estrelle un avión, asesinando así a un centenar y medio de personas.
Cada caso es distinto y hay detalles y matices complejos en los que no me pienso extender. Mi reflexión es otra: me temo que tendremos que irnos acostumbrando, si es que podemos, a este tipo de crímenes incomprensibles. Y hago esta predicción, que me encantaría ver desmentida por los hechos, en base a una observación muy sencilla: cada día vivimos más inmersos en la cultura de la muerte. Sí, oíamos a Juan Pablo II advertirnos sobre eso de la cultura de la muerte y pensábamos que era un bello recurso dialéctico, una metáfora. Pues bien, resulta que es una realidad y que vivimos inmersos en ella.
Podríamos poner mil ejemplos, pero no es necesario. A todos nos vienen a la cabeza situaciones institucionalizadas en nuestras sociedades occidentales que denotan un enorme desprecio hacia la vida humana, hacia su dignidad y sacralidad. Quizás uno de los más evidentes sea el aborto: si somos capaces de banalizar la muerte, cada año, de más de 100.000 seres humanos sólo porque no encajan en nuestros planes, ¿por qué iba a ser sagrada la vida de ese otro ser que me resulta tan odioso? ¿Qué más da una muerte más o menos? ¿Qué más dan otras 150 vidas destruidas?