Hace unos días, una amable lectora comentaba una entrada de este blog y en su comentario indicaba que la presencia de Cristo en la Eucaristía no era simbólica, sino real. Estoy seguro que utilizó la palabra simbólica como sinónimo de falsa o mentirosa, pero la presencia de Cristo en la Eucaristía es, al mismo tiempo, simbólica y real. Esto es algo que en pleno siglo XXI no cuesta entender y desgraciadamente nos aleja de la sacralidad. Entre Dios y nosotros, lo sagrado se extiende como un lazo real de comunicación y accesibilidad. No existe un abismo inexpugnable. Si pensamos que lo simbólico es algo irreal o falso, gran parte de la religión católica deja de tener sentido. Les pongo un ejemplo: 

Imaginemos un cartel que ponga “Agua”, que reposa sobre las arenas del desierto. Este cartel es un signo que nos informa de forma falsa de la existencia de agua sobre una duna tremendamente seca. Por lo tanto no puede ser un símbolo, ya que el símbolo informa y representa una realidad palpable.













Otro ejemplo. Si nos encontramos en un hospital un signo que indica “Peligro de radiación” ¿Qué hacemos? Si somos responsables, nos alejaremos de donde existe ese signo ¿Por qué? ¿Nos alejamos de un papel pintado? Más bien no. Nos alejamos de la realidad que representa el signo. Singo que realmente es un símbolo de una realidad peligrosa, que está mucho más allá del simple papel pintado. 

Cuando Cristo dice de sí mismo, refiriéndose al pan: “Este es mi cuerpo” ¿quién dudará? Y cuando afirma “esta es mi sangre” ¿quién vacilará? En su tiempo, en Caná, Jesús transformó el agua en vino –el vino, hermano de la sangre. ¿Quién se negará ahora a creer que transforma el vino en sangre? Invitado a unas bodas según la carne realizó este milagro asombroso. Con más razón ¿cómo no reconocer que concede a los amigos del Esposo la alegría de su cuerpo y de su sangre? 

Te es dado su cuerpo bajo la forma de pan y su sangre bajo la forma de vino para que, participando en el cuerpo y en la sangre de Cristo formes con él un solo cuerpo y una sola sangre. Así nos convertimos en “portadores de Cristo”, cristóforos. Su cuerpo y su sangre se diluyen en nuestros miembros. Así nos hacemos partícipes de su naturaleza divina. En otro tiempo, conversando con los judíos, Cristo les decía: “Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros.” (Jn 6,54) Si el pan y el vino son puramente naturales a tus ojos, no te quedes en esto... Si tus sentidos te extravían, deja que la fe te asegure. (San Cirilo de Jerusalén, Catequesis bautismal, 22) 

Tal como indica San Cirilo: “Si el pan y el vino son puramente naturales a tus ojos, no te quedes en esto”, es decir, no nos quedemos en los signos naturales que vemos con nuestros ojos. Las catequesis que deberíamos haber recibido durante toda la vida, nos deberían haber enseñado que la apariencia de pan y vino es un signo que señala una realidad fabulosa que excede las apariencias. Son símbolos que comunican, muestran, enseñan a Cristo presente entre nosotros: “Cuando Cristo dice de sí mismo, refiriéndose al pan: “Este es mi cuerpo” ¿quién dudará? Y cuando afirma “esta es mi sangre” ¿quién vacilará?

Los sacramentos fueron llamados por los Primeros Padres de la Iglesia “Misterios”. No se llaman Misterios porque escondan algo que debemos descubrir. Nada de eso. Se llaman Misterios porque contienen mucho más de lo que vemos, entendemos y podremos nunca comprender. Son los pozos a los que nos acercamos para tomar el “Agua Viva” que nos quita la sed para siempre: La Gracia de Dios. 

Para que comprendan, un poco, la profundidad del pozo, resalto este párrafo de San Cirilo: “Te es dado su cuerpo bajo la forma de pan y su sangre bajo la forma de vino para que, participando en el cuerpo y en la sangre de Cristo formes con él un solo cuerpo y una sola sangre. Así nos convertimos en “portadores de Cristo”, cristóforos”. Al recibir conveniente y provechosamente la Gracia de Dios, que transforma y santifica, nosotros mismos nos convertimos en signos de Cristo. Signos que deberían ser símbolos, es decir, ser portadores de Cristo.

Según vayamos progresando por el camino de la negación de nosotros mismos, siguiendo al Señor; iremos siendo más y tras transparentes a su presencia. Seremos más santos, es decir, más transparentes a la Luz de Dios. De esta forma entenderemos una de las más bellas bienaventuranzas: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” ¿Dónde lo veremos? Lo veremos manifestarse en nosotros mismos y entonces lo podremos reconocer en cada una de las personas que nos encuentremos. Porque, aunque el pecado haya herido y desdibujado la semejanza con Dios, todos llevamos algo de esa imagen en nosotros. 

A través de la Eucaristía y los demás sacramentos, nos convertimos en “portadores de Cristo”. ¿No es fabuloso que podamos ser símbolos de Cristo? Si tus sentidos te extravían, deja que la fe te asegure