Hoy hace dos semanas de la resurrección de Jesucristo. Hace quince días que en cada rincón del planeta, los ángeles volvieron a visitarnos para cantar de nuevo “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor”. Dos semanas rebosantes de alegría, palabra que utilizamos para dirigirnos a María diariamente en el Regina Coeli, palabra que no debería abandonar nuestra boca, nuestra mente ni nuestro espíritu durante estos 50 días del Tiempo Pascual. Sí, ¡50 días! ¿No es una maravilla? ¿No es genial hacer un pacto con la alegría durante siete semanas? No desfallezcamos, no nos entristezcamos, no bajemos la guardia… todavía nos quedan 35 días de este tiempo tan sensacional.
Un tiempo en que, por otro lado, Jesús se hace el encontradizo. En los últimos años he aprendido bastantes cosas, pero la que calificaría como la más importante es la constatación de que el Evangelio es actual, ¡ocurre hoy en día! Podemos cambiar el nombre a los personajes, a los lugares, en vez de pescadores y sembradores nos encontramos con informáticos, arquitectos, ingenieros, periodistas… pero Jesús sigue estando entre nosotros, sigue actuando, sigue haciendo milagros uno y otro día, hechos maravillosos que ocurren justo delante de nuestras narices, pero que solemos ser incapaces de ver. Nos repetimos una y mil veces: “¿Cómo es posible que los discípulos de Emaús no lo hayan reconocido?” Nosotros, tampoco lo reconocemos, a pesar de la infinidad de situaciones fuera de lo común que ocurren alrededor nuestro, cosas en las que Jesús nos dice constante y dulcemente: “Paz a vosotros”.
Aprovechemos pues esta gran oportunidad. Mantengamos la alegría y aumentemos la concentración, porque, tarde o temprano, en este milagroso Tiempo Pascual, Jesús se nos va a aparecer. Quizá en nuestro propio lugar de trabajo, quizá en el entorno familiar, quizá en la visita de un enfermo o en el pobre que duerme en un cajero, quizá en el metro o en el autobús, quizá en un campo de fútbol o en un pabellón, detrás de la canasta de baloncesto… No hagamos oídos sordos cuando la emoción nos embargue o lata aceleradamente nuestro corazón. Tras encontrarnos con Jesús, nuestra vida no volverá a ser la misma, como no lo fue para Cleofás y el otro caminante de Emaús.