La muerte del oblato cardenal George y el exhaustivo reportaje que publica Religión en Libertad sobre su personalidad, me lleva a recordar cuanto le debe la ciudad de Jaén a los Oblatos de Maria Inmaculada.
Llegaron estos religiosos misioneros a la ciudad en septiembre del año 1966, cuando abrió al culto la nueva parroquia de San Pedro Pascual, en los bajos de un bloque de pisos, levantado por un patronato de Cáritas Diocesana.
El primer párroco, junto a dos coadjutores, se llamó el padre Ignacio Escanciano, nacido en el norte de Castilla la Viega, quien vestía su sotana, su fajín negro, y su hermoso crucifijo colocado a forma de espada defensora de todas las tentaciones.
Era un hombre cachazudo, aquel oblato, poco hablador, con cierta timidez, que le delataba cuando se ponía rojo como un tomate cuando algo no le gustaba, o cuando debía corregir algún asunto complicado.
Eso sí, era un manitas arreglando aparatos de radio, transistores y demás cacharros que entraban en las cocinas de entonces. Fiel devoto del movimiento de cursillos de cristiandad, gran defensor de la Adoración Nocturna. Aquella comunidad cristiana comenzó a tomar vuelo muy pronto, pues los tres curas oblatos fueron aceptados y queridos por la vecindad surgida del aluvión de la compra de pisos o casas relativamente baratas para aquellas calendas económicas.
Con el apoyo constante del padre Ignacio se logró terminar el actual templo de San Pedro Pascual, a donde la parroquia trasladó sus servicios pastorales y litúrgicos, incluida la vivienda para los tres curas miembros de los Oblatos de María Inmaculada.
Un día, el padre Ignacio tuvo que ser trasladado a Madrid, porque su salud se quebró. Allí entregó su alma al Señor.
Descanse en paz el padre Ignacio, sereno, tímido, pero de unas convicciones a prueba de fuego.