Hechos 3,13-15.17-19; 1Juan 2, 1-5; Lucas 24, 35-48
« ¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy Yo en persona»
«Mi vida está en sus manos. No quiere que me instale en mi comodidad. Desea que le entregue lo que tengo sin querer apropiármelo como mío. Quiere que aprenda a amar donde Él me pone»
Tengo muy claro que el orgullo es lo que nos cierra la mayoría de las veces el corazón. Ese afán por quedar por encima de los demás, por mantener a salvo mi autoestima, por no perder la posición lograda, la fama conquistada, la imagen que tengo y mantengo con esfuerzo. Es el orgullo que no me permite perder el poder sobre mí mismo, sobre mi vida, sobre los demás, sobre el futuro y el pasado. El orgullo que me hace luchar y tantas veces me deja solo en medio de la vida, derrotado. Si no aprendo a renunciar al orgullo, a mi orgullo herido, es difícil que aprenda a vivir con misericordia. Si no dejo de lado mi amor propio, mi amor herido, y construyo sobre el perdón, no lograré entregar el corazón con sinceridad, desde la verdad. Pasaré por la vida juzgando, interpretando, determinando lo que está bien y lo que está mal. El otro día leía: «Un signo del falso amigo de Dios es el que condena a los otros, pero no se condena a sí mismo. Por el contrario los verdaderos amigos de Dios no condenan a nadie más que a sí mismos»[1]. Ser amigos de Dios nos hace más conscientes de nuestra pequeñez. Nos devuelve la dignidad de hijos. Nos hace tocar el cielo desde nuestro barro. Los verdaderos amigos de Dios tienen dudas y miedos, como los discípulos. No viven sentando cátedra, saben que hay muchas formas distintas de vivir y de amar. No se posicionan en la verdad única. Saben unir desde la comprensión y el diálogo. No juzgan al diferente. No se alejan del que tiene una forma distinta de entregar la vida. El amigo de Dios sabe que está lejos del ideal. Pero no se desanima con los fracasos. Sabe que el orgullo le aleja de Dios y de los hombres. Lo hace incapaz de la misericordia. No se cierra cuando pierde. Se levanta y camina. El otro día decía el tenista Rafa Nadal: «Casi nunca tengo enfado ni rabieta en la derrota. Cuando pierdo estoy más triste que enfadado. Esto es deporte y se gana y se pierde. Hay que tenerlo claro». El orgullo puede hundirnos en la derrota. Puede quitarnos la ilusión y llenarnos de miedo frente al futuro. Nos olvidamos de lo importante. Cualquier derrota es sólo una escuela para aprender a vivir, para enfrentarnos a las dificultades con una cierta altura. Por eso quisiera dejar de lado mi orgullo. Aprender a mirar mi vida en su pobreza. Desde mi pequeñez crece la confianza en Él. Dios sabe lo que me conviene. Dios conoce mis debilidades y talentos. Conoce mi barro a la perfección. Ama mi pobreza. Es mi amigo. Le miro y le pido que me ayude a confiar. A dejar de lado mi orgullo y mi miedo, mis dudas y agobios. Mi vida está en sus manos y Él sabe mejor que yo cómo he de seguir caminando. No quiere que me instale en mi comodidad. Sólo desea que le entregue cada día lo que tengo sin querer apropiármelo como mío. Quiere que aprenda a amar dónde Él me pone. Sin más pretensiones. Sin más horizontes que el suyo. Con su amor que supera mi pobreza. Con su luz que vence en mi oscuridad.
Por eso detengo mis pasos y me quedo mirando al mar, a Jesús junto al mar. Sí, mirando su mar. A veces pienso que no aprovecho el tiempo que Dios me regala. Que se me desdibujan entre los dedos los afanes por tocar el cielo. Como si torpemente quisiera retener la vida que se me regala. Como un derecho. O como un don que pudiera disfrutar siempre en presente. Siempre y cuando me guste pero en presente. El deseo obsesivo de mi alma por querer controlar las cosas. Las teclas del ordenador que responden siempre a mis órdenes. Sin escuchar a Dios. Sin comprender que las teclas de la vida obedecen suavemente a los dedos de Dios, siguiendo el rumbo que ellos dictan. Quiero aprender a escuchar la voz de Dios. Decía el P. Kentenich: «Mantendré el núcleo de mi voluntad en un movimiento continuo orientado a decirle en todo momento ‘sí’ a Dios y a solazarme en la grandeza divina. ¡Cuán a menudo giramos en torno a nosotros mismos y dejamos crecer más y más nuestros deseos egoístas!»[2]. Sumergirme suavemente en sus manos llenas de misericordia. El sol intenta salir entre las nubes muy torpemente. A ratos parece lograr su meta e ilumina. Pero súbitamente se cansa y se oscurece el día. Como la vida misma. ¿Por qué me afano a veces tanto en querer controlar las nubes? Vanidad de vanidades. No acabo de comprender que el fin de la vida no es coleccionar palmadas, recoger en bolsas cientos de halagos, acumular agradecimientos. El halago debilita, escuché el otro día. Tal vez tengan razón. Mucho halago nos debilita, nos despista. La adulación es el medio más mezquino para quitar poder al que lo tiene o servirse de su poder mientras lo tenga. Cuando uno busca su yo, satisfacer el ansia del ego por estar en primer plano, todo halago es poco. Siempre queremos más. Nunca es bastante. Más reconocimiento, más gloria. La vida tiene sus etapas. Hoy estamos aquí y mañana en otra parte. Y los días se suceden. Sólo queda marcado como en un surco en la tierra todo el amor que sembramos. Lo demás son nubes pasajeras que luchan inútilmente por tapar el sol. Los sueños tienen más vida de lo que pensamos. Mi vida tiene más poder del que sueño. Porque no es el poder de mi carne, sino el de Dios en mí que necesita mi carne, mis palabras, mis manos torpes.
Dios se abaja para recuperarme del polvo en el que estoy caído. Pronuncia mi nombre y me deja tocar sus heridas tocando Él suavemente las mías. Y me pregunta: « ¿Por qué surgen dudas en tu interior?». Ese Dios hecho hombre, muerto y resucitado se me acerca. Ese Dios lleno de vida que me llena de vida. Ante el que yo tiemblo en su presencia. Pero a veces no la noto y sigo a lo mío. Con miedo, con dudas. Pensando que estoy haciendo yo todas las cosas nuevas. Y es mentira. Porque no me dejo hacer por Dios. Porque todo lo intento hacer yo solo. Y me hundo en preocupaciones que no solucionan nada. Me agobio con el agua que no logra hundir mi barca. Temo por el mañana que aún no ha nacido. Me asusto con el ayer que ya no es presente. No sé muy bien cómo hacer para hacer crecer raíces sanas de la tierra profunda, para recorrer el camino de la santidad sin desesperarme con los retrocesos. Humildad, paciencia, sabiduría. Se adquiere todo con tiempo, como don, no como un derecho. Con la mirada del niño que lo implora todo de su Padre. Con el deseo de ser más hombre y más niño, más puro y más frágil, más humano y más de Dios. Y poder poner las piedras primeras, las fundamentales. Y dejar que sea Dios el que le dé forma a mi vida sin pretender hacer yo el plano de mi propia existencia. Su obra, no mi obra. Y reír en mitad de la tormenta. Y no sufrir si pienso que Jesús duerme en mi barca. Me importa su paz. Pero es seguro, no es un fantasma. Carne y hueso. Está en mi barca. No se va de mi barca. No dejará nunca que me hunda porque mi vida le importa. Y me dirá que tengo que empezar de nuevo a navegar. A mover los remos. Me animará para que vuelva a echar las redes. Por el mismo lado. O por el lado que Él diga. Aunque otras veces no haya pescado nada. Le miraré en medio de la noche y confiaré en sus palabras. En sus palabras podemos construir porque no pasan. Porque son sólidas. Porque me crean de nuevo. Creo que puedo volver a nacer si dejo que actúe en mí su gracia, su Espíritu. Si me creo de verdad que yo sólo soy un instrumento y no el artífice eficaz de grandes milagros. Si no desespero cuando nada sale como sueño. Si no me angustio al ver el mal, y el dolor, y la tristeza en tantos rostros y lo lejos que estoy de la meta soñada. Si confío en esas manos que me animan a seguir caminando, luchando, entregando. Sin guardarme nada. Si me dejo partir una vez más entre los hombres. Como hizo Jesús tantas veces. Partirme herido. Partirme pobre. Pero si sigo calculando, buscando mi beneficio, juzgando mi conveniencia, no funcionará mi vida. Porque estaré mirándome de nuevo a mí mismo, estaré buscando mi propio bienestar. No estaré dando la vida. Necesito vivir con la generosidad de Jesús. Jesús da más de lo que le piden. Da sin que le pidan. Lo da todo. Todo su tiempo. Toda su vida. No se reserva nada. No se guarda nada para Él. Hasta la última gota de su sangre. Hasta el último instante nos da su voz. Vive para otros, por otros, en otros. Es todo para todos. Jesús es generoso cuando le piden que cure el cuerpo y perdona los pecados. Jesús es generoso cuando está rezando y lo vienen a buscar. Lo sacan de su momento de intimidad con el Padre, y se deja llevar donde no pensaba ir. Es generoso en la última cena, cuando sabiendo que va a morir, se preocupa por encima de todo de los suyos. Pide por los suyos, les lava los pies. Su último tiempo es para ellos. Es generoso cuando desde la cruz pide al Padre que los perdone porque no saben lo que hacen. Todo lo que tiene lo comparte con los suyos. No tiene nada suyo. Su corazón generoso no tiene medida, no escatima. Se rompe, está lleno de heridas. Da cuando parece que le fallan las fuerzas humanas, siempre da más. Todo su camino fue para el hombre. Yo me guardo, yo me protejo, yo me amurallo y me reservo momentos y personas. Me reservo para mí mismo. Él lo da todo. Nos da a su Madre. Se da Él mismo. Eso es lo que más me impresiona.
¿Qué espero de la vida? ¿Qué le pido a Dios entre lágrimas? Que no me deje solo. Porque tengo miedo. Quiero que no abandone mi barca. Que camine conmigo. Que se detenga a mi lado, ante mis pies cansados. Que sepa tener paciencia con mis torpezas. Quiero tocar sus heridas. Quiero comer con Él cada día. Le pido que no me escandalice yo de mi propio pecado, de mi carne. Que no me sorprenda de ser tan humano y débil. Que no me asombre al verme tan niño, tan hombre, tan frágil e inmaduro. Que sepa besar mi herida sin turbarme. Que sepa levantarme en mitad de la noche y alzar la mirada a las estrellas. Buscando su ayuda. Su luz y esperanza. Sabiendo que sólo el que no se levanta es el que no avanza. Que sólo el que sigue llorando en la derrota es el que no quiere seguir luchando. El que no cae nunca no es el que llega más lejos. Aunque tal vez ese hombre no exista. Le pido de nuevo que me diga lo que estoy haciendo mal, lo que no va a funcionar nunca si no cambio. El otro día leía: «Debemos preguntarnos constantemente por los últimos motivos de nuestro obrar y si en esos quehaceres nos ponemos en el centro a nosotros o ponemos a Dios. Debemos someternos a la prueba de saber si nos quedamos atados a las cosas externas, a nuestro éxito, a nuestra ocupación u oficio, a nuestras posesiones, a las formas de nuestra piedad o a nuestra vocación de buenos cristianos. Debemos conocer cuáles son nuestros ídolos. Y en cuanto los conozcamos debemos intentar librarnos de ellos. Tenemos que desatarnos de todo lo que nos sujeta para entregarnos exclusivamente a la voluntad de Dios»[3]. Le pido que me haga ver con claridad mis errores. Para no repetirlos continuamente. Para levantarme después de la caída. Le pido más humildad y menos orgullo. Más docilidad a sus deseos. Más flexibilidad para los cambios. Más sabiduría para aprender a decir que no y que sí cuando sea necesario. Más inteligencia para descifrar los signos del camino cuando no sé bien hacia dónde caminar. Más confianza para saber esperar a que actúe Dios en mi vida con ese amor suyo misericordioso. Para que no pretenda hacerlo yo todo solo, diciendo que confío en Él pero sin confiar. Solucionando yo antes las cosas, por si acaso Él no lo hace nunca. Me falta ese espíritu filial que se abandona y confía. La capacidad para trabajar una piedra sin querer ver el resultado final de la obra. Caminar aunque no tenga claro hacia dónde camino y dónde está la meta. En la oscuridad del túnel, o de un amanecer cubierto de nubes. Con la paz que me da saber que Él recorre mi camino. Comprender que no siempre tendré que hacer y hacer. Que lo importante es dejarme hacer. A veces no hacer nada. Muchas veces callar y no decir palabra alguna. A veces ni siquiera pensar. Mirar, eso sí, siempre mirarle a Él que me mira. Sostener su mirada y esperar su abrazo. Y saber que a su lado es todo más sencillo. En su gracia y en su paz. Compartiendo el camino de la vida.
La alegría es el signo de la Pascua. Los discípulos comparten la alegría de Jesús vivo: «En aquel tiempo, contaban los discípulos lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan. Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: - Paz a vosotros». Jesús sale al encuentro de los discípulos que van camino de Emaús, huyendo, separándose de los amigos con los que han compartido su vida. Cuando pensaban que todo se había acabado, se disgregaron. Volvieron a lo de antes, a lo de siempre. Jesús llega de nuevo a sus vidas y ellos no lo dudan, vuelven con los discípulos. Con los suyos. Se reúnen en Jerusalén. Vuelven al hogar donde están los que vivieron el mismo amor por Jesús. Donde estaría María. Vuelven a su madre, a sus hermanos. Jesús está vivo y eso los une. Todos cuentan atropelladamente lo que han visto. Llegan y cuentan. Comparten lo que ha sucedido. Se quitarían la palabra los unos a los otros. Relatarían los hechos con pasión. Vibrarían al recordar que Aquel que había muerto ahora estaba vivo. No darían crédito a lo ocurrido. Llorarían de alegría. Lo reconocieron al partir el pan. Ardió su corazón. Jesús va juntando a sus ovejas. Ha salido a buscar a cada una a los caminos. Va reuniendo a los suyos. Entre la resurrección y la Ascensión Jesús va apareciéndose a cada uno. Estos días están llenos de encuentros, de esperas, de alegría, de sorpresa. Llega a los que más ama. Siempre me conmueve esa presencia silenciosa del resucitado. No llega a las grandes multitudes para que crean, para que se den cuenta de que era verdad lo que decía. Llega a los suyos. Por amor. Por elección personal. Con ternura, con cuidado, diciéndoles que no teman, que es Él, que no se asusten, que se alegren. Les da la paz que necesitan. Los consuela. ¡Cuánta alegría para Jesús! ¡Cuánta alegría para sus discípulos! Los que se aman vuelven a estar juntos. La muerte no los ha podido separar. Mientras se cuentan hoy lo que ha ocurrido, Jesús vuelve a aparecerse en medio de ellos. Me conmueve este momento. Jesús les da su paz. Tal vez les faltaba paz todavía. La semana pasada se la da hasta tres veces. Hoy vuelve a darles la paz. ¿Por qué será que se nos escapa tan rápidamente la paz del corazón? Nos asusta el futuro. Nos llenamos de intranquilidad fácilmente. A veces un simple comentario nos quita la paz. O una persona que nos importuna. O un recuerdo que vuelve a hacerse presente. ¿Tengo paz en mi corazón? ¿De dónde procede la paz que tengo? Hoy todo el mundo desea tener paz. Muchos especialistas ofrecen cursos para tener paz. El orden de tu casa. La rutina en la alimentación. Los hábitos que tenemos. Todo se ve como un camino para vivir en paz. Vivir tranquilos sin que nos perturben. Sin que nos inquieten. La vida de Jesús entre los hombres no fue pacífica. Me impresiona cómo iba Jesús de una aldea a otra sanando, predicando, perdonando pecados, echando demonios. No tenía momentos de paz y Él mismo se preocupaba porque sus discípulos no descansaban. En una ocasión les obliga a meterse en la barca mientras Él despedía a la gente (Mc 6). Quiere que los suyos descansen. Como hoy al entrar en la sala donde están reunidos. Pero Jesús no tuvo una vida pacífica. Por lo menos esos años de vida pública que mejor conocemos. Nosotros sí quisiéramos tener paz siempre. El otro día leía una descripción de la serenidad: «Pertenece a la serenidad la disponibilidad para el sufrimiento. Serenidad no significa que se tiene y se goza la propia paz. Se está dispuesto a dejarse conducir por Dios en la apretura. La genuina paz nace solamente de la no-paz de la purificación en la apretura. Por eso hay que mantenerse en la apretura y los sufrimientos que conlleva. Algunos hombres buscan otra cosa cuando están en la pobreza interior y buscan siempre algo distinto para evitar así la apretura. Se quejan y preguntan a maestros y cada vez quedan más confusos. Después de la tiniebla viene la luz del día, el amanecer del sol»[4]. La paz de Jesús no es la paz que muchos hombres buscan hoy. Una paz sin problemas ni preocupaciones, esa paz egoísta de aquel que todo lo posee, una paz protegida entre muros intimistas. La paz es la serenidad en momentos de lucha, en el fragor de la batalla, en la apretura de la vida cuando las circunstancias no son ideales, cuando sufrimos la persecución y la escasez. No queremos vivir atrapados en nuestras preocupaciones. Es la paz que nos da saber que nuestra vida está en manos de Dios. Nuestra barca puede estar amenazada por las olas mientras Jesús duerme a nuestro lado. Pero está en la barca. No tememos. Nuestra fe nos sostiene. El miedo desaparece. La paz permanece. La serenidad de saber que Jesús va educando nuestro corazón. Haciéndolo libre de tantas ataduras. La paz verdadera que es la disposición para obedecer a Dios y dejarme llevar por Él allí donde Él quiera. Los discípulos están nerviosos, alterados. No tienen paz. No miran con serenidad su vida. Todavía no lo han comprendido todo. Todavía tienen miedo y no son libres. Por eso Jesús les da su paz. En medio de su conmoción. En medio de esa alegría desbordante, necesitan serenidad para enfrentar el camino que tienen por delante.
Los discípulos dudan, tienen miedo, no acaban de creer: «Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. Él les dijo: -¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior?». Conmueven sus dudas de nuevo. Pero, ¿cómo podían seguir dudando? ¿No bastaba una sola aparición? No sabemos si esta aparición de Jesús es la misma que contó el domingo pasado Juan, pero en cualquier caso ya se ha aparecido a varios. Jesús los conoce. Mira dentro de su corazón. Siempre lo ha hecho. ¿Por qué surgen dudas en su corazón? Quieren creer. Necesitan creer, pero no pueden. Dudan. Lo vieron morir en la cruz. Dudan de que sea Él el que ahora está con ellos. Dudan de su amor infinito. Ellos no fueron fieles y le abandonaron. Todos menos Juan. Dudan, quizás, de su perdón. Se sienten culpables, se esconden de Él como lo hizo Adán ante Dios después de su pecado. Dudan. Lo han tocado. Lo han amado. Les ha amado. Pero dudan. ¡Cuántas veces dudamos nosotros en nuestra vida! No me sorprende entonces que ellos duden. Nos cuesta mucho creer en Jesús de carne y hueso. Nos cuesta verle actuando en nuestra vida. Tenemos dudas y resistencias en el corazón. Dudas de todo tipo. A veces se acumulan y nos bloquean. Dudo de mí mismo, de mis fuerzas, de mis capacidades. Dudo de poder alcanzar la meta que me propongo. Dudo de las capacidades de los míos. Dudo del amor de los que me aman. Dudo si seré siempre fiel al amor que hoy tengo. Dudo de las promesas que me hacen. Dudo de las promesas que yo hago. Dudo de algunas personas que me han fallado y me cuesta confiar. Dudo de su palabra, de sus obras, de sus gestos. Dudo de su honestidad. Me cuesta tanto confiar siempre con ingenuidad. Dudo de Dios tantas veces en mi vida cuando no lo veo. Dudo de su perdón. Jesús conoce todas mis dudas. A veces incluso, al recordar nuestro primer encuentro con Jesús, cuando nos enamoramos de Él por primera vez, nos pueden surgir las dudas. ¿Era seguro? ¿Fue Él quien vino a nuestra vida? ¿Fue real su llamada, su amor? ¿No era un fantasma? ¿No era producto de nuestra imaginación? Jesús es una persona. Es concreto. A veces perseguimos una idea. Me contaban que un joven se decidió para entrar en el seminario porque quería ser perfecto como Dios. Tenía una idea de Dios desencarnada. Esa perfección inalcanzable que el corazón anhela. Pensaba que los curas estaban llamados a ser perfectos, sin mancha. Cuando se confrontó con la debilidad de los sacerdotes. Cuando vio que ellos no eran perfectos, tenían debilidades, pecaban y caían. Entonces comprendió que no era su vocación. Se había enamorado de una idea inalcanzable. No era capaz de amar a Jesús en su herida, ni a los hombres en sus debilidades. A veces amamos la idea perfecta de alguien, no amamos a la persona que se esconde en la carne. Decía el P. Kentenich: «Goethe tiene razón cuando dice que ‘tal como es el hombre, tal es su Dios’. Podemos decir también, a la inversa, tal como es Dios, tal es el hombre. Tal como es el hombre. ¿Qué quiere decir esto? El ser humano ve siempre en Dios la encarnación de lo más alto que él mismo ha imaginado. Ahora bien, vivimos en una época de despersonalización y, de hecho, la idea de la despersonalización es la gran idea del tiempo actual»[5]. ¿Cómo es mi Dios? ¿A quién sigo? ¿En quién creo? A veces seguimos una perfección que nos frustra, nos hunde, nos atemoriza. Porque estamos muy lejos de ella. Una idea tan lejana a mi vida que es inalcanzable y me hunde en la triste experiencia de mi debilidad. Tal como es mi Dios, así soy yo. ¿Cómo es Dios en mi vida? ¿De quién me he enamorado? Cuando Dios es un fantasma que refleja perfecciones inalcanzables, sufro ante las debilidades propias y ajenas. Me vuelvo rígido y me alejo de Dios si no me veo capaz de alcanzar la perfección que persigo.
Los discípulos dudaron. Yo dudo tantas veces y me olvido de todo el amor que he experimentado en mi vida. La recepción del amor siempre es subjetiva. No importa cuánto me han amado. Lo que importa es cómo yo lo recibo, cómo lo guardo como un recuerdo imborrable. Esa certeza es la que me ayuda a no dudar en momentos duros, de oscuridad, de soledad. Cuando no toque. Cuando no vea. Entonces tendré que volver a esos momentos de luz. Momentos de certeza como el que hoy escuchamos: «Mirad mis manos y mis pies: soy Yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que Yo tengo. Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: -¿Tenéis ahí algo que comer? Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos». Jesús les pide de comer. Tiene cuerpo. Un cuerpo glorioso. Un cuerpo de carne. Llega de nuevo con infinita paciencia. «Soy Yo en persona». Sabe que la seguridad de que es Él es lo único que puede calmarles. Lo único que les puede dar hogar. Cuando llega Jesús las dudas dejan de tener importancia. A nosotros nos pasa igual. Nos sentimos queridos en nuestras preguntas y en nuestros miedos. Hay personas que cuando se acercan, nos abrazan, nos hablan, disipan las dudas y los miedos. Son esos lazos humanos con los que Dios nos une a Él. Es la forma real y humana con la que Jesús me recuerda que está vivo en el amor de los míos. En la carne de los que amo está presente ese amor de Dios que me acoge, me sostiene, me levanta. Es el amor de Jesús que nos llama por nuestro nombre. Hoy Jesús les dice que es Él. Sólo eso. Ojalá yo sepa verlo cuando venga, cuando se acerque, cuando se ponga ante mí y me pregunte por qué dudo, por qué tengo miedo, por qué soy incapaz de verlo con mis ojos. A veces me cuesta tanto verlo. Dudo. Y eso que lo veo en tantos corazones. En tantos momentos de oración. Hoy de nuevo les muestra sus heridas. Es Él. Es su marca de amor. Pero siguen teniendo miedo, miedo de que sea Jesús, sí, con sus marcas de la cruz, pero etéreo, abstracto. De que sea un fantasma. No se acercan a abrazarlo. Jesús se conmueve ante su debilidad. Les quiere demostrar que es humano. Podría hacer en ese momento un milagro de los que hacía antes y ya sabrían que era Jesús. Han compartido caminos, comidas, sueños, miedos, montañas y rutas en barco. Jesús quiere acercarse a ellos. Quiere compartir su vida como siempre. Quiere tranquilizarlos, calmar su miedo y tocarlos. Y se muestra humano. Tan humano. Este gesto habla de la ternura inmensa de Jesús, de su capacidad de tocar el corazón de los suyos. Ante las dudas no se enfada ni les recrimina nada. No les echa en cara la dureza de su corazón. Simplemente se abaja, se inclina para amarlos. Quiere que se sientan en casa como siempre con Él. Pide de comer. Y come delante de ellos. Tantas veces lo habrían hecho juntos. ¡Qué paz sentirían en ese momento los suyos! Ahora sí era Jesús de nuevo. Ahora era el de siempre. ¡Qué paciencia la de Jesús! El amor le hace ser paciente, creativo, y delicado con la torpeza de los apóstoles. Se sienten algo culpables. Temen que les eche en cara su pecado. Pero no lo hace. Jesús no se enfada por sus miedos, ni por sus dudas. No está ofendido por su soledad en la cruz, cuando no fueron capaces de acompañarlo. Jesús quiere estar con ellos. Simplemente. Sin volver al pasado. Sin volver al pecado. A veces no nos perdonamos a nosotros mismos y no esperamos el perdón de Dios. ¡Cuánto bien nos hace mostrarnos débiles! Tenemos que aprender a mirar complacidos nuestra pequeñez. Decía el P. Kentenich: «Me complazco en mi pequeñez. Me alegro, porque conozco y reconozco mis límites. El hecho de haber caído no debe romper nunca mi vinculación con el Dios eterno»[6]. Caer no nos aleja de Dios. Que otros caigan no echa a perder el sueño que persigo. Al contrario. Las caídas aumentan mi anhelo de luchar, de dar la vida. Porque entiendo que mi vida pasa por ser humano. Jesús resucitado no se aleja del hombre. Ya ha vencido la vida y come los mismos alimentos que sus discípulos. No pone como exigencia una pureza inalcanzable. Presenta el ideal de ser fieles entregando la vida. Pero no desprecia nuestra carne. Necesita nuestro barro para hacer con él su obra de arte. Eso se nos olvida. Somos de barro y no queremos ser perfectos. Ni queremos que los demás sean perfectos. Ni que Dios se amolde a nuestros planes perfectos. Jesús se muestra a mi altura, se muestra en mi vida de forma sencilla, humana, en medio de lo que soy, sin cosas raras ni extraordinarias. Busca caminos que yo pueda comprender. Cuando dudo, fuerza con ternura mi puerta. Llama. Se muestra humano. Se adapta a mí. Me muestra las heridas de su pasión y me pide de comer. En lo más humano. En lo más pobre. En lo cotidiano.
Hoy Jesús nos pide que seamos testigos de su amor extremo: «Vosotros sois testigos de esto». Testigos del amor de Dios, de su misericordia infinita. De su amor humano y divino. Ser testigos es ser reflejo vivo de su amor. Es hacer posible que la verdad de Jesús se vea en nuestros gestos. Miramos el ideal y queremos reflejar con nuestro amor torpemente algo del amor de Dios. Decía el P. Kentenich: «La persona tiene que llegar a estar ‘poseída’ por el ideal y la misión a los cuales consagra su vida»[7]. Poseídos por el amor de Dios, por el deseo de dar la vida como la dio Jesús. Con valentía, venciendo los miedos. Como decía el Papa Francisco hablando de sí mismo: «Una sana inconsciencia, o sea que Dios hace las cosas. Basta con rezar y abandonarse. La inconsciencia lleva a veces a ser temerario. Rezo y me abandono. Me cuesta hacer planes. El Señor me dio la gracia de tener una gran confianza. De abandonarme a su bondad». Para poder ser testigos creíbles de ese amor tenemos que ser capaces de abandonarnos, de darlo todo, confiando. No siendo políticamente correctos. Arriesgando. Dejándonos hacer por Dios, a su manera. Se trata de dejar de querer controlar la vida. Puede que tropecemos muchas veces y sintamos que el ideal sigue igual de lejos. Puede que nos accidentemos y suframos el desprecio y el fracaso. No nos importa. Sólo somos testigos. Es su obra, no la nuestra. No queremos ser perfectos. Queremos ser fieles al ideal que toca todas las fuerzas de nuestro corazón. Tiene que ver con la fuerza que Dios ha sembrado en nosotros al crearnos. Y para hacerlo vida cuenta con nuestra sana inconsciencia, con nuestra debilidad, con nuestro sí frágil y firme. ¡Qué difícil a veces ser inconscientes! ¡Cuánto nos cuesta dejarnos llevar por Dios en el camino!
[1] Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual, 59
[2] J. Kentenich, El hombre heroico, 187-188
[3] Anselm Grünn, La mitad de la vida como tarea espiritual, 62
[4] Anselm Grünn, La mitad de la vida como tarea espiritual, 68
[5] J. Kentenich, Madison 1952
[6] J. Kentenich, Hacia la cima
[7] J. Kentenich, Pedagogía del ideal