La muerte de una persona siempre es momento adecuado para el panegírico y la loa. Sin embargo, tanto ésta como la detracción poco ponderada deberían estar fuera de lugar, y ésto por una razón: ninguno tenemos legítimo derecho a establecer juicios de valor sobre los demás, y aún menos en la hora de su muerte. Quede, pues, esta tarea en manos de quién debe realizarla, y para el momento en que los afectos estén en calma. Pero lo que sí es legítimo es repasar las diversas reacciones que esa persona suscitó en vida sobre determinados colectivos, y
Vicente Ferrer se convirtió durante muchos años en lugar de peregrinación "oficial" para "progresistas". Siempre recordaré las visitas que, rodeado de un amplio séquito de medios de comunicación (sin ellos la visita no tenía sentido) realizaba
José Bono a Anantapur. Porque
Vicente Ferrer se convirtió, muy posiblemente a su pesar, en un escaparate donde el "progresismo" que pretendía exhibirse como "cristiano" corria a realizarse los correspondientes catálogos fotográficos. Y en este sentido, la vida y la obra de
Vicente se convirtieron en espectáculo como mercancía, como ya postuló en su día
Guy Debord. La posible objeción que nos pondrá el "progresista" podemos anticiparla ya: ¿y que mayor espectáculo que los encuentros papales con la juventud mundial, la agonía pública de
Juan Pablo II o la también conocida vida y obra de
Teresa de Calcuta?. Esta objeción es completamente inconsistente. Por supuesto, todo eso que se cita también forma parte del "cristianismo como espectáculo". Porque todos estos acontencimientos, vidas y obras se publicitan y se difunden a través de los "mass media" como un recurso movilizador de las emociones, como una forma de hacer visible la presencia de la experiencia cristiana en el mundo, en definitiva, como una estrategia más de visibilidad en el juego de visualizaciones a que nos ha abocado nuestra actual cultura mediática. Y sin embargo, la radical diferencia está en aquello que no se hace visible casi nunca, que es la honda experiencia interior de fe que anida en el interior de cada cual, y que también de forma invisible se transmite a través de lo que en un primer momento pueda parecer simple espectáculo. Es difícil calibrar el tipo de experiencia de fe que puedan exhibir hoy los que peregrinaban devotamente a Anantapur, cuando en el espacio público les vemos votando a favor de la ley del aborto, cantando loas de la píldora del día después, comulgando con rosquillas y haciendo gala, en fin, de una terrible inhumanidad en todo lo relativo a la consideración de la dignidad intrínseca de cualquier ser humano, sea en el momento que sea de su desarrollo. No parece sino que hayan quedado anclados en aquello que se puede ver y tocar, en aquello que ante los demás pueda aparecer como virtuoso y meritorio, en aquello, en fin, que atrae el elogio fácil y acrítico. Aquel que se jacta de ser bueno ante los demás y busca contínuamente el aplauso y el halago recuerda demasiado a aquellos sepulcros blanqueados del Evangelio. Un amplio catálogo de actitudes que se acercan muy peligrosamente a eso que con gran acierto ha llamado
Raúl Mayoral "sucedáneos de religión" ¿Y qué es, entonces, aquello que no se puede ver, y que se transmite de forma invisible?. Precisamente esa experiencia que ya ha trascendido el ámbito de la emocionalidad fácil y adolescente, que se adentra en la sequía y la acedia del desierto espiritual, en el que el alma ya no encuentra consuelos y emociones rápidas para generar esa sensación de bienestar. Aquello que una noche de verano en Czestochowa
Juan Pablo II predicaba a dos millones de jóvenes sin que casi ninguno pudiera entender nada de lo que decía: "yo soy", "recuerdo, "velo", y que sin embargo ha continuado siendo una referencia inamovible para todos dieciocho años después, pues contiene precisamente el camino hacia esa roca sobre la que edificar la casa de manera que ningún vendaval la derribe. Esa árida noche que nos revelan las cartas íntimas de
Teresa de Calcuta, verdadero faro para todos los cristianos de hoy, que indican precisamente cómo los actos visibles que generan grandes dosis de emoción se los lleva el viento al primer soplo si no están fundamentados sobre la relación constante, íntima y personal con el Único que puede sostener la debilidad humana. Eso, todo eso, es la verdadera experiencia de una fe cristiana invisible y sin embargo radical y garante de una verdadera madurez espiritual, una vez sosegados los afectos, y en su sitio la razón y la voluntad. No se trata, por tanto, de evaluar una vida dedicada a los demás como la de
Vicente Ferrer, sino de calibrar el uso torticero que de ella han hecho ciertas corrientes ideológicas de nuestro tiempo, empeñadas como están en proporcionar un cristianismo fácil de digerir, asequible, exento de arideces y dificultades, emocional y eternamente adolescente. Y tal cosa no es más que una casita de paja edificada sobre arena que desaparece a la llegada de las primeras lluvias. No creo que
Vicente Ferrer se merezca ésto.