Los tiempos traen contínuas resonancias de una legión de autores del pasado. Entre ellos
H.G. Wells no es un autor menor, sin duda. A su premonitoria
"Isla del Doctor Morín" (no, no era
Morín, creo, sino
Moreau. En todo caso, encaja bien con "la triple M":
Morín,
Montes,
Muerte) cabe añadir
"La guerra de los mundos", pues hoy parece que estemos gobernados por auténticos marcianos. Sin embargo, nos toca traer
"La máquina del tiempo" como metáfora. Es el caso que embarcado en tal ingenio, en lugar de ir hacia el futuro como permitiría quizás la relatividad especial, me traslado imaginariamente hacia el pasado tan sólo unos treinta años. Vuelvo a encontrarme en los viejos pupitres de mi entrañable instituto, y escucho sorprendido las nuevas medidas educativas que muy bien podrían afectarme a mí. Parece ser que mis compañeros de alegrías, esos que se toman con más humor que yo el asunto de los estudios y el expediente académico, y sobre todo los cuatro o cinco repetidores que, mira que puñeta, son los que más ligan de la clase,
van a recibir 1.350 euros por causa de sus evidentes dificultades competenciales. Hago un rápido cálculo mental: eso son unas 225.000 pesetas. Me quedo mirando con la vista perdida mi libro de latín, abierto sobre el pupitre por la página de la segunda conjugación verbal:
moneo, mones...
supino...
presente de subjuntivo... y me siento extraño. Miro hacia
Pitín y le veo con su eterna cara de felicidad, tonteando con la
Trini... y me siento muy extraño.
"El extranjero" y
"El mito de Sísifo" todavía me esperan más adelante, ya en la Universidad, pero en ese momento comienzo a familiarizarme con las obras de
Camus sin ser consciente de ello. No soy capaz de reaccionar. Como un autómata, me levanto y camino hacia la puerta de salida. El profesor me mira sorprendido y me espeta con fuerte voz:
¿Dónde va, Campoy?. Realmente no esperaba esa pregunta. Tampoco sé muy bien donde me encuentro exactamente.
"No lo sé..." es la única respuesta que puedo mascullar. Jamás había sentido una sensación de extrañeza tan pronunciada, una sensación en la que lo imaginario y lo real se entremezclan y se confunden, donde las fronteras y los límites se disuelven y la propia identidad se desdibuja en mil formas caleidoscópicas. Al salir, no puedo distinguir si camino sobre suelo firme o sobre las nubes, si es de día o de noche o si me encuentro al aire libre o dentro de un edificio. Y poco a poco, una idea se abre camino en mi enfebrecida mente, como una tenue luz que rasga poco a poco las tinieblas; finalmente, un mensaje se define con mayor nitidez cada vez, hasta llenarlo todo negro sobre blanco:
¡yo también quiero 1.350 euros! He salido. Olvido la máquina del tiempo por completo y decido empezar a ganarme mi nuevo salario. Empujando con fuerza la puerta del bar, pido un gran vaso de cerveza. No tendré casi dificultades en ganármelo.