El último día de las fiestas, Jesús en pie gritaba: "El que tenga sed, que venga a mí y beba". Aleluya (Jn 7,37).

Jesús, en la antífona de comunión de la Vigilia de Pentecostés, cuando vamos a comulgar, normalmente solamente bajo la especie del pan, nos invita a beber. Y lo hace en pie; no es un ídolo que no pueda escuchar nuestra oración: "¡Levántate y sálvanos!" (Jr 2,27). El Señor se ha puesto en pie para salvar y llama con fuerza. A los que tengan sed. La eucaristía es un banquete para sedientos, para necesitados de divinidad. Por ello, prepararse a la eucaristía es sentir cada vez más acuciantemente la necesidad de Dios. Y acercarse a comulgar es acercarse al que me llama para beber. Pero, ¿para beber qué? Cuando comulgamos el cuerpo de Cristo, comulgamos el cuerpo atravesado por la lanza en el costado y de cuya herida mana sangre y agua (cf. Jn 19,34). Jesús en su misterio pascual se dona a sí mismo (sangre) y, por medio de Él, el Padre nos dona al Espíritu (agua). En la eucaristía nos alimentamos con la roca de la que mana el agua.

Como dice la Escritura: De sus entrañas manarán torrentes de agua viva. Decía esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en Él (Jn 7,38s).