A 74 kms. de la ciudad de Granada, en el corazón de la Alpujarra Alta, se encuentra Mecina Fondales. Es poco más que una aldea, un grupo de casitas blancas que se arremolinan entre calles de empinadas cuestas, emplazada como el resto de pueblos de la comarca en una ladera de la sierra granadina, en un entorno idílico de montañas y valles, tierra fértil a la que da vida el rumor de ríos que, desde las altas cumbres nevadas, bajan hasta la falda de la montaña.
Llegar no es fácil. La carretera, conformada por un entramado de cerradas curvas en un continuado ascenso, atraviesa diversos pueblos, y se estrecha peligrosamente en los puentes que cruzan sobre ríos y valles. Los estómagos de niños, y de los no tan niños, son puestos a prueba. Uno entiende que allí se hicieran fuertes los moriscos que habían permanecido en el reino nazarí tras la toma de Granada, provocando que el mismo Juan de Austria, hermanastro de Felipe II, tuviese que ponerse al mando de los ejércitos que hubiesen de acabar con una sangrienta rebelión. Sería el fin de los moros en la península.
Allí pasamos la Pascua, en un rincón perdido del mundo, donde el tiempo pareciera detenerse. Lejos quedaba todo estrés y bullicio, prisas y noticias de orden mundial. Lejos también las comodidades: repartidos entre la casa parroquial y alojamientos rurales, toda habitación estaba superpoblada, con las camas de los peques y cunas pegadas a los papis, de forma que la intimidad llegaba a pecar por su ausencia. El uso de los baños requería de turnos, y la comida podía no ser todo lo que uno desease. Y fue allí, en Mecina Fondales, donde cielo y tierra se unieron durante el triduo Pascual, y Cristo se paseó entre los presentes; estaban nuestros hijos, multitud de niños que llenaron de risas, llantos, gritos, carreras y juegos aquel pueblo, haciendo que alguno de los ancianos habitantes de la exigua población local se emocionase, pues llenaron de una vida feliz y despreocupada unas calles que permanecían por décadas dormidas. Matrimonios, jóvenes… y muchos hermanos que desde lejos hicieron un largo viaje. Hermanos en la fe tan queridos para nosotros, que su llegada a nuestro lado esponja el corazón, y su partida nos arranca siempre un trocito, despertando la añoranza de volver a verlos. Estaba el hermano sacerdote que, como el mismo Jesús, bien podría decir “cuánto he ansiado vivir esta Pascua con vosotros”, y con él dos tesoros, dos regalazos que son promesas de Dios para su pueblo: dos seminaristas que, quiera el Señor, puedan ser un día santos sacerdotes.
¿Qué pasó allí? Oficios, hora santa, vía crucis, laudes, tiempo de compartir… aparentemente nada nuevo, nada excepcional fuera del ritmo de una Pascua. Todo alrededor del sentido de estos días: la cena del Señor, su pasión, su muerte y su resurrección. Y sin embargo, todo vivido desde la entrega de cada ministerio, de cada uno de los presentes, con autenticidad, sencillez y pasión. El corazón se quedó tocado por la experiencia de haber vivido un anticipo del reino de los cielos en la tierra. Como en el Tabor, uno hubiese deseado hacer unas tiendas, o quedarse en este caso en aquellas casas rurales, y no descender. Sé que puede sonar escandaloso, pero se llegaba a perder hasta todo temor a la muerte; como dice la Palabra, ¿dónde queda su aguijón, su victoria, sabiendo que sólo ella es la puerta que nos separa de vivir para siempre en este reino celestial?
Hoy, con tele y con internet, con un frigorífico lleno, con dos baños en casa, con una autovía para llegar al trabajo y con una cama de 1’50, echo de menos las estrecheces, el silencio, la desinformación y hasta los momentos de hambre. Echo de menos darme una pateada de cuestas para ir de un lado a otro. Echo de menos encontrarme a los niños embarrados hasta las orejas y exhaustos de jugar. Echo de menos a todos cuantos viven lejos y no volveré a ver en mucho tiempo. Echo de menos encontrarme a los hermanos en pijama, despeinados y con ojeras al despertar y salir del dormitorio, y tener como principal ocupación del día alabar y bendecir con ellos a Dios desde la mañana hasta la noche.
Sí, hubo que descender. Mas ya nada será igual. Nadie podrá arrebatarnos la certeza de lo vivido, y de lo que estamos llamados a vivir, destino ante el que todo temor, dificultad y tribulación se hacen hoy un poco más pequeños y relativos. El cielo es algo más que una vaga e incierta promesa. Bendito Dios, bendita Fe, bendita Comunidad, y bendita Misión que nos lleva a que otros puedan experimentar esto. No imagino llamada más grande en esta vida.