Sucede lo mismo con Jesús. Nace y muere en una apartada provincia del Imperio Romano. Fue todo menos noticia de portada. Dejó un puñado de discípulos y una doctrina absolutamente opuesta a la de cualquier líder político o religioso. Nadie, nunca, ha instado a amar a los enemigos y rezar por quienes nos persiguen -es solo un ejemplo; dijo otras cosas aún más sorprendentes-. Aquel visionario religioso que presentan los judíos al gobernador romano no parecía una amenaza para el imperio. Pilato se queda tranquilo al oír que "mi reino no es de este mundo". Luego, sin darse cuenta de la trascendencia de su pregunta, le espeta escéptico: "¿qué es la verdad?". Jesucristo responde con el silencio. Y es este silencio el que posibilita la mayor expansión intelectual, filosófica y científica que han conocido los siglos. Es el silencio que permite la duda, la curiosidad, la negación, la inquina, el amor, la búsqueda, la investigación. La libertad, en una palabra.
Porque la Verdad calla. No se impone. Se deja escarnecer, torturar y asesinar. Cuanto más alta, más débil. Cuanto más verdadera, más silenciosa. La fuerza expansiva infinita de la Verdad procede de su silencio. Intuyo que la Iglesia tuvo que rodear algo tan frágil de un aparato de protección que algunos confunden superficialmente con una "institución humana". Y lo es, pero solo existe para cuidar y proclamar esa Verdad desvalida, ínfima en su inicio y en su exposición: fue colgada de un patíbulo infamante. Piénsenlo y pasen una santa Semana Santa.