El hombre condenado por el sanedrín, ajusticiado por Pilato y clavado en la cruz aquel viernes de la pascua hebrea del año 30 o del año 33 (pinche aquí si le interesa la fecha en la que Jesús fue crucificado), resucita, como conmemoraremos mañana, al tercer día. La pregunta ahora es: ¿hizo algo reseñable durante esas tres jornadas -en realidad dos, tres en el modo de contar de los judíos- en las que su cuerpo yace muerto en la sepultura provista por José de Arimatea?
Pues bien, una tradición apostólica contenida ya en los primeros credos, quiere que Jesús, antes de resucitar en cuerpo, actúe ya en espíritu, y que en calidad de tal, se dirija a las almas de los muertos para anunciarles la salvación. El soporte evangélico de tal creencia se halla en varios pasajes. El primero es una de las llamadas “Siete palabras” que tuvimos ocasión de analizar ayer (pinche aquí si no lo leyó y desea hacerlo ahora):
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc. 23, 46).
De donde la exégesis concluye que aunque su cuerpo muriera, Cristo queda vivo en espíritu.
El segundo podría ser la evidencia de un hecho a partir de sus efectos, basada en el pasaje en el que Mateo cuenta lo que ocurre cuando Jesús expira en la cruz:
“Se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron. Y, saliendo de los sepulcros después de la resurrección de él, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos” (Mt. 27, 52-53)
El tercero, el más concluyente, son las propias palabras de Jesús que explica a sus discípulos:
“De la misma manera que Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches, así también el Hijo del Hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres noches” (Mt. 12, 40).
Este aspecto de la cuestión es reafirmado tanto por Pablo, que nos dice:
“¿Qué quiere decir “subió” sino que también bajó a las regiones inferiores de la tierra?” (Ef. 4, 9).
Como por Pedro, que escribe:
“En el espíritu fue también a predicar a los espíritus encarcelados [...] por eso, hasta a los muertos se ha anunciado la buena nueva” (1Pe. 3, 19-4, 6).
Sin embargo, es en los apócrifos donde, como ocurre con tanta frecuencia, hallamos los más coloridos relatos del tema. El primero que se refiere a él es el Evangelio de Pedro, texto de cuya existencia se tenían noticias por testimonios tangenciales como la carta del que fuera obispo de Antioquía entre los años 190 y 211, Serapion, a la Iglesia de Rhossos, en la cual autorizaba a la misma su lectura y su enseñanza; pero del que finalmente se terminó encontrando, en la tumba de un monje en Akhmin, antigua Panópolis, un ejemplar íntegro, cosa que ocurrió el año 1887. Pues bien, en él leemos:
“Y oyeron [los testigos de la resurrección] una voz que venía de los cielos, que decía: “¿Has predicado a los que están dormidos?” Y desde la cruz se oyó responder: “Sí””. (EvPed. 41-42).
Junto a él, el Evangelio de Nicodemo es probablemente el texto más descriptivo sobre el tema. Se trata de una obra curiosa porque con nombre tal, referido a uno de sus protagonistas, el fariseo Nicodemo (pinche aquí para conocer mejor su figura), sólo aparece en un original del s. X. Sin embargo, recopila dos textos independientes entre sí, uno de ellos de nombre “Actas de Pilato”, y un segundo de nombre “Descenso a los infiernos”, de los cuales, por separado, sí existen otros ejemplares: fragmentarios en el caso del primero, completos en el del segundo. La antigüedad de ambos sí podría datar de muy temprano, tanto como posiblemente el s. II, nunca más tarde del s. IV. Pues bien, centrándonos en el tema que ahora nos ocupa, el descenso de Jesús a los infiernos, la segunda parte del Evangelio de Nicodemo, el llamado precisamente “Descenso a los infiernos”, hace una vívida descripción del episodio, la cual pone en boca de Carino y Leucio, hijos del Santo Simeón, aquél que reconoció en el niño Jesús al Mesías (cfr. Lc. 2, 25-35), ambos en el infierno a la espera de la salvación de los muertos que se produce con ocasión de la muerte de Jesús:
“Cuando descansábamos con nuestros padres en las tinieblas de la muerte, nos vimos envueltos repentinamente en una luz dorada como la del sol. [...] Y en seguida Adán, el padre de todo el género humano, se estremeció de alegría, igual que los patriarcas y los profetas. Y exclamaron: ¡luz! [...] Y todos los justos de la Antigua Ley se regocijaron esperando el cumplimiento de la promesa [...] Retumbó una voz semejante a la del trueno, parecida al fragor del huracán: “¡Puertas, abrid vuestras hojas! ¡Abríos de par en par, puertas de la eternidad, y entrará el rey de la gloria!” [...] El príncipe del tártaro, la muerte y todas las legiones infernales sobrecogiéronse de espanto: “¿Quién eres tú?” gritaban a Jesús [...] Entonces el rey de la gloria aplastó a la muerte bajo sus pies, majestuosamente, y apoderándose de Satán, despojó al infierno de todo su poder”.
Y bien amigos, con estas historias, que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos. También en esta semana tan especial. Nos vemos mañana. Aquí, en la columna.
©L.A.
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