Muchos dicen que el maremoto abortista de ahora es una campaña para cubrir otros problemas. No dudo de que en algún momento pueda cumplir ese papel, pero responde a unas finalidades claras, cumple un papel relevante en un proyecto político. Pero además es que me parece que debería de ser ocasión para sacar a la luz cuestiones fundamentales, porque, en ello, se manifiestan bien a las claras las ideas de hombre y sociedad que inspiran todo un proyecto de cambio. Que una (vice)ministra diga que un feto de trece semanas, aunque sea un ser vivo, no es un ser humano es ciertamente una salvajada y una muestra de evidente ignorancia y de irracionalidad, como muchos le han reprochado. Pero es mucho más. Es la base que justifica un modo de obrar. Y no solamente en este caso concreto. En estas declaraciones de Aído, hay dos cuestiones que afectan a todo el entramado legislativo y, por consiguiente, al social y a cada uno en concreto. En primer lugar, estamos legislando para alguien que no sabemos qué es; el sujeto de derechos es algo indefinido y parece que preferiblemente en permanente indefinición. En principio, el titular de derechos y deberes es el hombre, pero, si nos ponemos a pensar, nos podremos ir dando cuenta de que eso se está desdibujando. Si no está claro qué es un ser humano, esta indefinición está ya afectando no solamente a los fetos, sino a todos, sin distinción de edad o sexo. Y la nebulosa que cae sobre el titular afecta también a los derechos. Más allá de lo jurídico, socialmente cada vez es más difícil reconocer a alguien como un , cada vez vamos siendo más un algo que un alguien; esto en las relaciones sexuales se da ya en niveles extremos. E individualmente también, paulatinamente la capacidad de reconocerse uno mismo como persona se va obturando. Pero además lo que se está institucionalizando poco a poco es la irracionalidad. Dan igual los conocimientos científicos; estos se convierten solamente en arma arrojadiza, en un pedrusco para lanzar contra alguien en defensa de unas tesis tomadas previamente de manera irracional, por emotividad e instinto; no son elemento para la discusión y la búsqueda de la verdad. En estos casos, lo que se produce en la sociedad es la vuelta a lo pre-histórico, para lo cual no es necesaria la máquina del tiempo. Con lo pre-histórico no me estoy refiriendo a la edad de piedra; lo pre-histórico propiamente es la animalidad, porque la historia no es el registro de hechos, es, antes que nada, el espacio de esas criaturas espirituales que son los hombres. Y, en estas situaciones de regresión animalesca, se impone la ley del más fuerte. El remate lo ha puesto Zapatero. ¡Qué transparente es en sus juegos de labios! Lo del aborto sin permiso paterno para las menores es, según su benéfico parecer, para que los padres no interfieran en esa decisión. En las colmenas o termiteros, no hay familias. Tampoco hay personas, solamente individuos. Caminamos hacia una sociedad animal o mejor habría que decir hacia un Estado animal. No estamos ante unas opiniones diferentes dentro de una cosmovisión común. El reto es de una concepción de la realidad y del hombre totalmente distinta. La libertad de pensamiento y expresión son siempre respetables, pero hay ideas que no lo son. En este caso concreto, no es que me parezcan discutibles esas posturas o que no esté de acuerdo con ellas, sencillamente estoy en contra, abiertamente en contra. Con todos los medios moralmente lícitos me voy a oponer a que intenten cegar en los hombres lo más propio de ellos, lo que hace que no seamos cosas sino personas, lo que hace que seamos alguien y no algo. Ante la animalización, lo más revolucionario es la espiritualización, que no es negación del cuerpo o la materia, sino la máxima afirmación de ambos. Sé que muchos me tacharán de espiritualista, no me importa. Estoy convencido de que lo mejor que puedo hacer por los demás es despertar, acrecentar o cultivar lo más íntimo y más humano de todos: el anhelo de divinidad. Lo demás viene por añadidura y, sin esto, ¿qué hay?