El evangelio de la Vigilia de Pentecostés tiene lugar el día más solemne de la fiesta de las Chozas. En ella, se actualizaba litúrgicamente el éxodo. En el camino desde Egipto hasta la tierra prometida, Dios había dado de comer con el maná al pueblo escogido; Jesús, en el capítulo anterior del evangelio de S. Juan, se ha presentado como el pan vivo bajado del cielo. En el desierto, el pueblo también bebió del agua que manaba de la roca. En esta fiesta, hay dos signos importantes, uno es el agua, el otro la luz. En el siguiente capítulo, Jesús va a decir que Él es la luz. Pero Él no es el agua.

El último día, el más solemne de las fiestas, Jesús en pie gritaba: "El que tenga sed, que venga a mí y beba quien crea en mí". Como dice la Escritura, de sus entrañas manarán torrentes de agua viva (Jn 7,37s).

Todos los hombres tenemos sed de divinidad. Unos tratan de acallarla aturdiéndose, intentan no sentirla; otros, en cambio, aunque la sienten, prefieren saciarla con diversos sucedáneos. Por paradójico que parezca, hasta el "cristianismo" puede ser usado como un anestésico o como un sustitutivo. Sin embargo, no podemos prescindir de esa sed. Esa necesidad determina nuestra vida. Nuestra respuesta a ella puede ser muy variada, pero lo que no podemos es eliminar la pregunta de nuestra existencia porque es lo más entrañado del hombre; fuimos creados para la filiación divina y, sin ella, nuestra vida está incompleta, pendiente de sentido y realización. Jesús hace una llamada a quien tenga sed. Desde la necesidad de Él es cómo mejor puedo escucharle, cuanto más sienta esa sed, más profundamente penetrará su llamada. Dios empieza regalándonos la verdad de nuestra menesterosidad, haciéndonosla sentir. En la medida que creemos que podemos solventar la vida desde nosotros mismos, nos imposibilitamos para acoger el don de Dios. Pero cuando sentimos la sed, olemos la humedad y siguiendo su rastro llegamos a la fuente. Su llamada me lleva a Él. Y en Él hay que creer para poder beber. Creer que de Él hablaba el profeta Ezequiel (Ez 47). Jesús es el verdadero templo de Dios y de su costado abierto manan abundantemente las aguas que llevan la vida a lo que estaba muerto.

Decía esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en Él (Jn 7,39).