Pues en Abraham el hombre había aprendido y se había acostumbrado a seguir al Verbo de Dios. Abraham había seguido según su fe el precepto del Verbo de Dios, con ánimo dispuesto a entregar “a su hijo el amado” (Gn 22,2) en sacrificio a Dios; para que así Dios se complaciese en entregar en favor de toda su descendencia, para ser sacrificio de redención, a su Hijo Unigénito y amado (Rm 8,32).
Y, como Abraham era profeta y con el Espíritu veía el día de la venida del Señor y la Economía de la pasión, por el cual él mismo como creyente y todos los demás que como él creyeron serían salvos, se alegró con grande gozo. El Dios de Abraham no era el "Dios desconocido" cuyo día él deseaba ver; así como tampoco lo era el Padre del Señor, pues él había conocido a Dios mediante la Palabra, creyó en Él. (San Ireneo de Lyon. Contra las herejías, IV, 5,3-5)
Siguiendo el ejemplo de Abraham y de Dios, nos conviene entregar lo que más valoramos en nuestra vida: lo que somos. Nuestro ser, tal como nos fue donado por Dios mismo. Entregar nuestro ser no es rechazar el don de Dios, sino confiar en Dios abriendo nuestro corazón a su Gracia.
Como Abraham, deberíamos esperar el día en que Dios nos desborde con su Espíritu. La Pascua que nos transforma es la que acontece dentro de nosotros y necesita que entreguemos lo más importante de nosotros a Dios. No debemos de temer que lo mejor de nosotros desaparezca, ya que Dios nos lo revuelve siempre multiplicado, como se puede ver en la parábola de los talentos. Quien se guarda para sí los dones de Dios, nunca los verá crecer y beneficiar a las demás personas.