Cierro los ojos. Imagino una pequeña casa de arcilla bajo el ardiente sol del desierto galileo y rodeada de decenas de casas similares. En su interior, una hermosa joven acuna amorosamente a un pequeño niño mientras entona una dulce nana con una voz que no parece de este mundo. Un hombre alto y apuesto entra por la puerta en ese instante y, antes de cruzar el umbral, se detiene a contemplar a ambos embelesado, como tratando de saborear la paz que emana del interior de su hogar. Es un padre normal: un padre preocupado por el futuro de su familia y por su sustento; un padre que trabaja de sol a sol y ansía el tiempo de descanso para poder estar con los suyos; un padre que disfruta saliendo a pasear con su esposa o enseñando su oficio a su hijo...

Sin embargo, es también un padre excepcional: amoroso, sereno, delicado, incansable trabajador, sencillo, confiado, humilde, esposo fiel y leal hasta el final. Es el hombre de las bienaventuranzas: justo, manso, pobre de espíritu, limpio de corazón.

San José, con sus virtudes heroicas, en su humildad y en su grandeza, es el modelo perfecto de los padres de la historia entera. Y sus virtudes, muchas de ellas despreciadas en la sociedad de hoy, han de servir de guía a quienes desean ser buenos padres.

Pero San José no es solo un ejemplo a seguir, sino que debe ser también un aliado seguro para nuestras familias en el Cielo. No nos olvidemos de pedir a este padre perfecto por ellas, para que interceda ante Dios por nuestras familias cristianas, haciendo de ellas pequeños reflejos en el mundo de aquel bendito Hogar de Nazaret.