Te observan, e imitan todo lo que haces, incluso si tú no te das cuenta.
Cuando gritamos, ellos gritan; cuando criticamos, ellos critican; cuando estamos de mal humor, se contagian de ese mal humor.
Pero, del mismo modo, cuando somos cariñosos, ellos lo son; cuando cantamos, ellos cantan; cuando rezamos con fervor, ellos rezan con más devoción que ninguno de nosotros; cuando nos tratamos con respeto, ellos aprenden a respetarse y respetarnos; cuando tratamos con dulzura a nuestro bebé, ellos también lo hacen.
Nuestro obrar les guía, les señala el camino. Por eso, por muchos sermones que demos a nuestros hijos, si no somos personas íntegras, de nada sirve. Pero también al contrario, si nos esforzamos en ser personas ejemplares, alegres, honestas, respetuosas y respetables, ellos aprenderán a ser también así. Por eso, el primer paso que hemos de dar para educarles es el de educarnos a nosotros mismos y procurar ser el mejor ejemplo de vida para nuestros hijos. Porque quizá nuestros sermones no los escuchen, ni siquiera los oigan, pero el testimonio que les demos en nuestro día a día quedará para siempre.
Hace poco leí una frase que lo explica a la perfección: "es más fácil enseñar que educar, porque para enseñar necesitas ´saber´, pero para educar se requiere ´ser´". Por ahí empieza la educación, por nosotros mismos.