Sonríe, por favor.
Parece que el coronavirus nos ha puesto un poco serios. Puede ser el aburrimiento de estar entre cuatro paredes, viendo siempre las mismas caras, los mismos cuadros, los mismos balcones de los vecinos, las mismas noticias… Y encima con la cara tapada que no se nos ve ni siquiera el gesto tímido de una alegría. Sin contar el hecho trágico de la muerte, que ha sido lo peor, lo mas incómodo ha sido no poder reírte con los de siempre. Yo por eso a la mitad del confinamiento me puse una película de Charlot que me alegró la tarde. Había visto antes el “Séptimo sello” que terminó de darme la puntilla. Aunque uno pensaba que no habíamos llegado al drama del medievo con la pandemia de la peste. Uno se consuela como puede.
Pero quiero hablar un poco de la alegría. Y la alegría profunda nace de la consideración de sentirnos lo que somos: hijos de Dios. Dice la célebre teóloga Jutta Burggraf: Somos fruto de una llamada inédita de parte de Dios. Ser hombre, ser este hombre, es la vocación que hemos recibido, y a la que hemos de dar una respuesta igualmente inédita y original. El arte de vivir consiste en descubrir nuestro auténtico rostro, aquel que Dios ha visto antes de crearnos. Tenemos un Padre que nos ama con locura. Nuestra identidad mas profunda consiste en ser hijo suyo… Según una tradición judía preguntaron al rabí Shlomo: -¿Qué e lo peor que puede hacer el hombre?, a lo que él respondió con cierta tristeza: -“Lo peor es que el hombre olvide que es hijo de un Rey”. Si no nos sabemos como recibidos de Dios y orientados hacia El, vivimos desorientados en este mundo, y nuestra libertad se desvanece”. Esta es la causa de nuestra alegría, pase lo que pase.
Para ello tenemos que abrir la ventana del alma y mirar el cielo iluminado o estrellado. Debemos dedicarnos tiempo los unos a los otros. Nadie se puede quedar condenado a su soledad. Narra un cuento que un niño que había estado sin ver a su padre todo el día, cuando llegó por la noche le preguntó el hijo: -Papá, cuantos ganas en una hora. – El padre pensativo le dijo: - Pues cuarenta euros. - El niño le dijo: - ¿Me das veinte euros? - El padre sacó un billete de veinte euros y se lo dio. El niño de debajo de la almohada sacó otros veinte, y le dijo al padre: - Toma papá, cuarenta euros. Te compro una hora para mí. - El padre comprendió en seguida que el hijo lo necesitaba.
No todo está en ganar e invertir dinero, hay que ganar e invertir tiempo. Y esta atención arranca de nosotros una sonrisa, aunque esté camuflada tras la cortinilla de la mascarilla. Afirma Fernández-Carvajal: El niño es naturalmente alegre. Si se siente querido, si el cariño de sus padres es patente, él vive feliz, libre de inseguridades y temores. No conviene truncar esta alegría, sino procurar que arraigue haciéndose más profunda, porque la alegría es parte de la salud y recurso imprescindible para afrontar más tarde el dolor y la contrariedad (“Pasó haciendo el bien”, pág. 76).
La alegría surge desde lo más profundo de nuestro corazón. Nos aporta tranquilidad, bienestar y amor. Hoy en día parece que una de nuestras obligaciones es ser feliz. La falsa alegría, que muchas veces utilizamos en forma de maquillaje, nos empuja hacia el malestar y la contención emocional excesiva, además de bloquear la verdadera felicidad. Entonces… ¿cómo conectar de manera genuina con esta emoción?
«La juventud es el paraíso de la vida, la alegría es la juventud eterna del espíritu».
–Ippolito Nievo– (Adriana Reyes Zendrera).
Sonríe, por favor. Lo necesitas tú, lo necesitamos todos. Aunque sea con disimulo tras la mascarilla. Pero cuando hay alegría se nota en los ojos. Una mirada alegre siembra paz y confianza. El Papa Francisco no se cansa de llamarnos a la alegría evangélica, la que hace amigos, más aún, la que hace hermanos.
“La verdadera virtud no es triste y antipática, sino amablemente alegre”. |
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(Camino, Escrivá de Balaguer)