Es evidente que a estas alturas nadie recuerda (ni espera) que este plumilla de poca monta escriba un post que prometió escribir hace dos semanas, explicando (que no excusando) por qué llamé hijos de puta a los que se alegraron de la muerte de Eluana. Lo sé, dije que lo haría la semana pasada, acogiéndome al derecho de réplica; en este caso, de auto réplica. Pero como el martes de la semana pasada me cogió el toro de la sentencia EpC, y dado que el derecho de (auto) réplica se articula en los 15 días posteriores a la publicación del primer artículo, me acojo hoy in extremis a este chanchullo digno de un Bermejo cualquiera. Y lo haré en verso. Este post no puede empezar de otro modo que reconociendo mi error: el insulto no es un camino razonable para expresar una opinión. Y mucho menos para un católico. Por lo general, desautoriza a quien lo profiere y envuelve de un halo de legitimidad (no siempre merecida) a quien lo padece. Además, expresado en un blog, abre la veda a los comentario hirientes y malhablados, impropios de la buena educación y de un espacio católico como este. Qué quieren que les diga, a mí la sangre mi hierve enseguida, y luego pasa lo que pasa, pero eso no es justificación posible. Cierto que no insulté a quienes proponen la eutanasia, sino a quienes, so pretexto de un pretendido debate legal o teórico en torno a esta práctica, justificaron el brutal, despiadado y terrible desenlace al que abocaron a la joven italiana. Podrá decirse como se quiera, pero dejar morir a una persona de hambre y sed (la deshidratación fue la causa de su muerte) es un ejercicio de impiedad e inhumanidad más propio de sádicos asesinos que de personas civilizadas. En todo caso, me permito expresar, con unos versos ripiosos, mi arrepentimiento por lo que dije, y aclarar algunos puntos: Llevo más de una semana llorando cual plañidera: a los verdugos de Eluana los llamé hijos de ramera. Se sintieron ofendidos, cayeron rodilla en suelo, se rasgaron los vestidos, y clamaron hacia el cielo: “¡Un católico ha insultado a quien piensa diferente! ¡Qué gentuza es esta gente, y cuán vil es su calado!” “Mas ¿cuál fue nuestro pecado? ¿Por qué arrojó aquel insulto? ¿Por qué retorció su colmillo y escribió aquel post adusto? ¡Sólo porque defendimos nuestra visión de la muerte, y porque al fin conseguimos torcer de Eluana la suerte!” Los insultados, dolientes, mostraron sus argumentos, y blasfemando entre dientes expresaron su lamento: “¡Cuidar de ella era una carga! ¡Esa vida era un tormento! ¡Era una condena amarga! ¡No probaba el alimento! ¿Qué más da que la cuidaran unas monjas serviciales, que la mimaban y amaban y cambiaban sus pañales? ¡Nuestra opinión cuenta más! ¡Decidimos los modernos! ¡Dejadla morir de hambre y sed! ¡Dejad que pase ese infierno!” Asumo mi desmesura, Y me retracto del todo. No debí, en mi calentura, Insultarlos de ese modo: Por su sarta de memeces, llena de infamia y ponzoña, las putas no se merecen ser madres de esa carroña. José Antonio Méndez